11.30.2009

Música: Rob Dougan

Considero que cualquier acto de creación artística, ya sea un escrito, un dibujo, una escultura, puede verse influenciado por factores externos. No me veo escribiendo un jocoso articulo si por mis auriculares suena el melancólico Claro de Luna de Beethoven, de igual forma, no soy capaz de crear una atmósfera dramática y triste si tengo a un Ray Charles lleno de vida cantando What´d I Say. Trato de buscar la neutralidad en cualquier música que oiga, o al menos, un equilibrio compensado entre temas alegres y enérgicos, y composiciones con un matiz más triste y acompasado. Por ello, el señor Rob Dougan ocupa un puesto preferente en mis listas de audio. Os dejo con él...












Azhaag

11.07.2009

Perlas de sabiduría: Ray Bradbury



















“…últimamente he dado con un nuevo símil para describirme. Puede ser de ustedes: Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos.”



Ray Bradbury


Artículo: Cuando a Miles Davis lo interrumpió un polluelo
















“La existencia de vida en el universo es un fenómeno muy sobrevalorado.”

Watchmen, de Alan Moore y David Gibbons



Resulta complejo pensar que es y que supone la vida. Es un concepto abstracto, y tiende a ayudar si uno, cuando piensa en ella, lo hace en forma de alegoría. Hace unos días, esta misma alegoría de la que me dispongo a hablaros, me interrumpió mientras escribía. Con el cuarto apestillado, acentuando el calor, pero aislándome de ruidos molestos. El messenger ataviado con el claro mensaje disuasorio de que no se me molestase bajo ningún concepto. Y a Miles Davis sonando en los altavoces para aislarme incluso del monótono sonido de mi propia respiración, tan continuo y rítmico como un metrónomo. Todo estaba dispuesto, forma parte de mi pequeño ritual. El cual, si no lo llevo a cabo, me incapacita una barbaridad en la empresa de poder escribir. Las letras fluían y el resultado obtenido me agradaba, cuando de repente, al instante en que acaba el tema “Donna” con sus últimos compases agónicos de piano y trompeta, el silencio se hace presente en mi cuarto. Y su vacío se llena de un tenue y onomatopéyico “pío-pío”. Demasiado cercano como para que el ave en cuestión este encima de la chimenea y su sonido me llegue caído desde allá arriba hasta mi habitación, y demasiado constante, demasiado persistente, como para que mi atención lo pase por alto al comenzar un nuevo tema de Davis. Detengo la música, y el cursor se queda parpadeando impaciente en el monitor a la espera de que lo siga alimentando con palabras, pero aquel “pío-pío” me sigue llamando desde el exterior. Me levanto de la silla y me acerco hasta mi terraza, al descorrer las cortinas carcomidas por el sol, descubro al culpable. A la alegoría de la que os hablaba al comienzo. Un diminuto polluelo, de gorrión seguramente, yace bajo mis pies. No tendrá más que unos días. Su aspecto es de lo más grotesco. El buche lleno e inflamado, las costillas dibujando una diminuta caja torácica bajo su piel casi translucida, con el único y difícil cometido de proteger un corazoncito que, para mi asombro, aun late. Así puedo apreciarlo por el pulso constante que recorre el cuerpecito del pobre animal. Los ojos hinchados y negros, ciego aun. Me arrodillo para obsérvalo con más detenimiento, de forma instintiva continua piando. Pidiendo auxilio a una madre que ya no puede hacer nada por el, salvo quizá, mirarlo desde arriba, desde el borde del nido desde el que se ha caído, situado en alguna de las tejas de mi tejado. Me planteo que hacer con el, su cuerpecito debe de presentar mil y una hemorragias internas por el impacto de la caída. Debe de estar sufriendo… me cuestiono si seria capaz de cogerlo entre mi mano y, de un apretón, acabar con su agonía. Pero me descubro demasiado cobarde, me faltan redaños para robarle la vida, aun a expensas de considerarlo un acto de bondad con tal de que no siga sufriendo, de un apretón sobre su trémulo cuerpecito. Así que en un gesto que, mirado en la lejanía del ahora, se me antoja vomitivo y carente de tacto, levanto mi pie sobre el. Y es a un segundo de aplastarlo cuando el polluelo decide hacerme ver que es más duro de lo que aparenta. En un esfuerzo titánico por su parte, aun tumbado sobre la losa de cerámica, levanta su cuello hacia mí, piando con más fuerza que nunca, rogándome algo de comer. El pie se queda donde esta, suspendido en el aire, a centímetros de darle una muerte rápida e indolora, y a la espera de una resolución por mi parte. El pollo me sigue rogando una prorroga, me sigue gritando que de agónico nada, que hace falta algo más que una caída desde cuatro metros de altura para matarlo. Lo cojo como si manipulara nitroglicerina, con el tacto de un artificiero, y me pregunto, muy bien, alma samaritana ¿y ahora que vas a hacer con el? Sintiendo su cuerpo calido sobre la palma de mí mano se me antoja aun más frágil. Tan ligero, tan desprotegido y tan tibio a la vez, con ese anhelo por vivir en su constante piar demandándome algo de comer. Hay que joderse, me has roto una racha cojonuda escribiendo, mamón, le digo. El pollo sigue a lo suyo, que si pío-pío. Habrá que improvisar… bajo hasta la cochera y rescato de entre unas cajas polvorientas una jaula para pájaros, la adecento un poco, y le coloco un nido de esos artificiales para la cría de aves. Mi padre es un gran enamorado de los canarios y la avicultura, y por fortuna, dispongo tanto del nido ya hecho como de la protección que le va a brindar la jaula. Ya tiene un lecho, genial ¿y ahora? ¿Me como una mosca y se la regurgito? Deseche la idea de masticar moscas y opte por probar a darle de comer la especie de papilla amarilla que contenía el saco en cuya etiqueta rezaba “Alimento especial para crías”, que tenía mi padre junto al alpiste. No se si sabía más especial en relación a las moscas regurgitadas, pero al pollo le gustó. Se aferraba a las pinzas con las que emulaba el pico materno para darle de comer con una fuerza impresionante. Tras comer, su constante piar se silenciaba, y se limitaba a dormitar. Ajeno a la amarga realidad de haber perdido a su madre y a sus hermanos. Parecía importarle un cojón de pato, siempre y cuando estuviera yo presto con las pinzas en la mano para emular la manutención que le proporcionaba mama antes de la repentina caída desde el tejado. Así me tuvo por espacio de tres días, comiendo como si no existiera el mañana, y en parte, su actitud resultaba de lo más profética. Pues al tercer día lo halle muerto en la jaula. Desconozco porque su diminuto corazoncito echó la persiana y colgó el cartelito de cerrado… quizá por las heridas internas provocadas por la caída, no lo se. Sin mayor ceremonia que la de depositarlo con sutileza en lugar de arrojarlo a la basura, me deshice de él. La jaula retorno a su sitio, el nido se volvió a quedar vacío, y Davis siguió llenando mis silencios mientras escribía; mientras escribo estas líneas. Y es llegado a este punto cuando creo oportuno rescatar el tema de la alegoría como forma de definir la vida. No se si desde una óptica negativa y cruda, o quizá demasiado poética, el caso es que cualquiera de los mortales tendemos a entender siempre mejor las cosas en forma de fabulas o, como he señalado, en forma de alegoría. Se hace más digerible, más visual el concepto. ¿Qué es la vida? La vida no es más que un paroxismo. Quizá no sea más que, con el empeño de desvestirla de circunstancias que solo la adornan, y optar por la síntesis a la hora de definirla, una caída hacia una superficie tan dura e ineludible como la realidad en si misma. Una caída que mata. ¿Qué es la vida? Posiblemente no sea más que el breve intervalo en el que estas suspendido entre el espacio dejado por el regazo materno y el suelo. Eso es la vida en su definición más áspera y concisa. Solo somos almas que caen esperando encontrar nuestro fin, lo único reseñable, y positivo, dentro de tanta definición taciturna y nihilista, y a la par sorprendente y digno de mención, es que hay personas que lo hacen a diario, no como yo, que me vi incapaz de matar a un polluelo y, movido por la vergüenza, realice una acción altruista y generosa. No, no me sean simples. Me refiero a aquellas personas que, incluso inmersos en la misma caída hacia el fin que las personas que se deciden a ayudar, hacen de la caída de sus semejantes algo más llevadero, algo más dilatado en su tiempo. Algo más humano. Tómenlos a ellos como ejemplo, a las monjas y curas despeinados, melenudos y con pinta de harapientos, que se dejan machetear por las guerrillas en las misiones de África. A la gente que regala su tiempo para atender a quienes no conocen, a los enfermos, a los desfavorecidos, a los apestados de la sociedad. A cualquiera que hace algo por alguien sin esperar nada, aun consciente de que ambos caen hacia el mismo destino. Y de mí olvídense, me he limitado a dilatar la vida de un polluelo por vergüenza a dejarlo morir bajo mis pies. Y tras su muerte, y con vistas a que no se me vuelva a presentar la misma situación, cierro la ventana de mi terraza, haciendo de mi cuarto un verdadero e insufrible horno. Y pongo a todo volumen al amigo Miles Davis, hasta dejarlo afónico a él y a su trompeta, con tal de no volver a tener que, o bien dejar de escribir, y hacer más llevadera una caída hacia el vacío, o convertirla en algo más rápida de un pisotón que no tuve bemoles a hacer sonar aquel día en mi conciencia y que dudo mucho de que me atreva a dar en un mañana al que le doy la espalda sin más, precisamente por temor a verme en semejante encrucijada. Así soy de cabrón, prefiero escribir en mi relativo silencio plagado de música, que volver a verme en la tesitura de hacer callar a Miles Davis por un piar moribundo.




Azhaag



10.22.2009

Biblioteca: Demonio de Libro, de Clive Barker

























“El trabajo de Barker hace que parezca que los

demás llevamos dormidos los últimos diez años.”

Stephen King



Por circunstancias propias, lejos de ser ajenas, llevaba un tiempo sin leer nada de mi género literario favorito, que no es otro que el g,enero de terror y fantástico. Tenía la lectura pendiente de ciertas novelas y ensayos, y me había impuesto darles prioridad antes de zambullirme de nuevo en alguna buena novela de terror. Así pues, acudí a una de mis librerías por antonomasia. Con tal de facilitarle el trabajo a mis biógrafos, decir que son tres las librerías a las que soy adepto; la librería Draco, junto al río genil, donde el propietario me trata con trato preferente tras años de ganarme este privilegio a pulso, o más bien, y me estoy engañando a mi mismo, al ver en mí a un yonki y saberse él mi camello particular. Luego esta la librería Flash, que aparte de ganar clientela a base de traerte libros que uno no encuentra en un par de días, tiene a una chica trabajando allí, tras el mostrador, que dadas sus espectaculares cualidades físicas, ha debido de enganchar a la lectura a más de uno y a más de dos bajo la excusa de verla a ella. Y por último, mi querida librería de viejo, enclavada en el casco antiguo de Granada, la librería Reciclaje. Donde uno, de tener un par de euros en el bolsillo y no ser alérgico al polvo y a los ácaros que abundan en sus estantes, encuentra autenticas maravillas tiradas de precio. Como ven, destinos no me faltan. Aquel día dirigí mis pasos hacia la librería Draco, y como quien le pide al camarero lo que desea degustar, le conté al dependiente que deseaba paladear algo con regustillo a Poe, a King, al amigo Lovecraft… un libro de terror de la vieja escuela, pero de reciente publicación, pues los clásicos ya los había ingerido. El dependiente me dijo que esperase, que me iba a traer una novedad que le había llegado no hace mucho, y que me la recomendaba personalmente, al haberla leído él recientemente. Me volvió con una novela en las manos y me la cedió. Clive Barker, pude leer, el pupilo aventajado del propio King. Conocía a este escritor. Había leído gran parte de su obra, pero ignoraba que había sacado nueva novela.


-¿De que va? –le pregunté, al tiempo que la volteaba en mis manos para leer su contraportada.


-Solo te voy a decir una cosa: que pese a haberme insultado el libro a la cara, llegué a su final sin intención de quemarlo en absoluto, porque tío, es genial.


Levanté la vista extrañado ante la parida que me había soltado como respuesta ¿Un libro que le insulta a uno? ¿Quemarlo? Y el dato más relevante ¿Qué el librero lo había definido como genial cuando él no alababa una obra ni borracho? No se hable más; aflojé la pasta y me largué presuroso, loco de ganas de que a mí también me insultase aquel libro.





Clive Barker (1952), natural de Liverpool, Inglaterra. Escritor, director de cine y artista visual, estudió Ingles y Filosofía en la propia universidad de Liverpool. Como habrán podido leer en la reseña adjunta al inicio de este escrito, el señor Barker ha sido laureado muchas veces por el mismísimo Stephen King; esto ya lo pone a uno en alerta, que el más grande escritor de terror contemporáneo vivo suelte semejante piropo de uno ha de ser la carta de presentación más codiciada y envidiada de propios y extraños. Y Clive Barker la tiene, y se la ha ganado, desde luego. Su obra deja entrever un estilo propio e inimitable, una nueva forma de ver el terror. Se podría decir, para ser claros y no andarnos con rodeos, que llama a las cosas por su nombre. Que no suaviza la violencia, ni maquilla el sexo, ni se muestra menos macabro de lo que le pide el cuerpo, mordiéndose la lengua o, en el caso de un escritor, dándole a la tecla de borrar; ni muchos menos. Quienes se acerquen a la obra de Barker observarán que estas son sus constantes, sus parámetros, las lindes de su creación. Las que definen y limitan el espacio por donde le gusta moverse, donde se siente más cómodo. Violencia, sexo, y terror, son su trío de ases, y con estas cartas, nadie le gana una mano. Demonio de Libro, recoge la esencia de los tópicos clásicos de libros malditos que esconden bajo sus tapas un terrible secreto, una fuente de erudición poderosa, pero que consumirá a su lector ante el peso y la trascendencia del secreto que cobijan sus páginas. Este libro, podemos afirmar, es primo directo del Necronomicón de H.P Lovecraft. Salvo por una diferencia, en la cual radica su genialidad; el libro como tal es un ente vivo. En el se encuentra atrapado un demonio que se nos presentará con el nombre de Jakabot Botch. La narración esta escrita en primera persona, esto puede tal vez echar un poco para atrás a los escrupulosos y enamorados de la tercera persona como servidor, pero en este caso confiere un matiz de confesión, de secreto íntimo, de diálogo en tiempo real con el lector. Pues el señor B., así gusta de llamarse el demonio, nos ira hablando a nosotros directamente mientras avanza su historia. Y nada más comenzar la lectura, desde la primera página, nos hace un ruego claro y chocante para los amantes de la letra impresa: que dejemos de leer, y al segundo, quememos este libro hasta convertirlo en cenizas. Es por nuestro bien, asegura. Ante nuestra negativa y nuestra constante intención de seguir leyendo el demonio perderá los nervios, nos insultará, blasfemará, nos amenazará, intentará chantajearnos, y poco a poco ira confesándonos su historia, el terrible secreto que él conoce y la causa por la cual quedó preso en este libro. Su historia, siempre a grandes rasgos, pues mi intención es la de no desvelaros más que lo fundamental, tiene su inicio en su propia niñez, donde convive con su madre y el borracho y desalmado de su padre en el mismísimo infierno. Tras una gran discusión mantenida con su padre, Botch huirá de las palizas y el abuso inflingido, y en su fuga será atrapado por los de arriba, por nosotros, los seres humanos. Es de este modo como llega a nuestro mundo, a nuestro plano existencial. En el se unirá a otro demonio que lleva tiempo pululando por la tierra, el sabio Quintoon. Una historia original donde las haya, con un personaje que se hace querer, por muy cabrón y demoníaco que pueda llegar a ser. Y ya para terminar decirte que no te dejes engatusar por este pícaro demonio, ni mucho menos asustar… o tal vez un poco, en cualquier caso, no cedas a sus amenazas ni a sus demandas y, por favor: no quemes este libro.






“No fue justo ¿Por qué tuve que perder la oportunidad de contar mi historia cuando son cientos quienes, con historias mucho más aburridas que contar, publican libros todo el tiempo? Yo conozco el tipo de vida que llevan los escritores: se despiertan por la mañana, da igual lo tarde que sea, se sientan en su escritorio sin tan siquiera asearse, se encienden un cigarro, se beben su té y escriben la primera basura que les viene a la cabeza ¡Menuda vida! Yo hubiera podido tener una vida como esa si mi primera obra maestra no hubiera sido quemada ante mis ojos. Y hay grandes cosas dentro de mí. Obras que harían llorar al cielo y arrepentirse al infierno. Pero ¿he conseguido escribirlas, verter mi alma en unas páginas? No.

En lugar de ello, soy un prisionero entre las cubiertas de este miserable volumen con tan solo una petición que hacer a algún alma caritativa:

Quema este libro.”





“Requiere valor prender fuego a tu primer libro, desafiar la empalagosa sabiduría de tus mayores y conservar las palabras como si fueran, de alguna forma, preciosas ¡Piensa en lo absurdo de todo eso! ¿Hay algo en tu mundo o en el mío, arriba o abajo, más fácil de obtener que las palabras? Si lo valioso de las cosas va unido de algún modo a la excepcionalidad ¿Hasta que punto pueden ser preciosos los sonidos que producimos, despiertos o dormidos, durante la infancia o la senelidad, cuerdos, locos, o, simplemente mientras nos probamos sombreros? Existe un exceso de palabras. Todos los días miles de millones son vomitadas por lenguas y bolígrafos. Piensa en todo lo que las palabras expresan: seducciones, amenazas, exigencias, suplicas, oraciones, maldiciones, presagios, proclamaciones, diagnósticos, acusaciones, insinuaciones, testamentos, juicios, indultos, traiciones, leyes, mentiras, libertades, etcétera, etcétera; las palabras no tienen fin. Tan solo cuando se haya pronunciado la última silaba , ya se trate de un dichoso aleluya o de alguien que se queja de la tripa, solo entonces creo que podremos asumir de un modo razonable que el mundo se ha acabado. Creado con una palabra y, ¿quien sabe?, tal vez destruido por otra.”




“Ah, eso hace que me pregunte… la idea de mí hablándote hace que me pregunte ¿Cómo sueno en tu cabeza? ¿Me has puesto la voz de alguien a quien siempre has odiado, o de alguien a quien quieres? O espera: ¿sueno como tú? No ¿verdad? Eso seria extraño ¡Seria muy extraño! Seria como si yo en realidad no existiese, salvo en tu cabeza.”




“Ahora ya sabes como me fui de viaje con Quintoon. Nos lo pasamos bien en los años que siguieron, yendo de sitio en sitio y jugando a lo que nos gustaba denominar los viejos juegos: causar la muerte al hablar, convertir a los bebes en polvo mientras mamaban, tentar a los hombres y mujeres de Dios (normalmente con sexo), incluso entrar en el Vaticano por las cloacas y embadurnar con excrementos los nuevos frescos que habían sido pintados usando un método que permitía al artista conseguir la ilusión de la profundidad. Quintoon se sentía molesto por no haber estado allí cuando se había utilizado el invento y su mal humor lo animó a esparcir las boñigas con un particular entusiasmo.”



“Viajábamos de noche, en caballos robados que cambiábamos cada pocos días. No siento un gran cariño por los animales, ni conozco a ningún demonio que los sienta. Tal vez lo que tememos es que su condición se encuentra peligrosamente cerca de la nuestra, y que no supondría más que un capricho por parte del Dios del Génesis y el Apocalipsis, creador y destructor, ponernos a cuatro patas, con los collares de la humanidad alrededor de nuestros cuellos y correas sujetas a ellos. Después de un tiempo, llegue a sentir un cierto grado de simpatía por aquellos animales, que eran poco menos que esclavos, cuya imposibilidad de quejarse les negaba el poder de protestar, o al menos de contar sus historias: bueyes enyuntados y sometidos mientras luchaban por arar la implacable tierra; ruiseñores cegados en sus sencillas y pequeñas jaulas cantando para si mismos hasta el agotamiento y creyendo que su música hacia mas llevadera una noche interminable; crías no deseadas de perras o gatas arrancadas de las mamas de sus madres y masacradas mientras ellas miraban, incapaces de comprender una sentencia tan terrible.”



“Allí estarás a salvo, incluso de Dios. Piénsalo, a salvo incluso de Dios, que es cruel, igual de cruel que seriamos todos si fuésemos Dios y no temiésemos a la muerte o al juicio.”



“¡Demonios! Que forma tan mediocre tiene el lenguaje de describir su propia muerte; las opciones son penosamente escasas cuando se trata de encontrar las palabras para expresar su propia destrucción. Estoy a punto de quedarme en silencio a falta de las palabras adecuadas.

En silencio ¡Ja! Tal vez esa sea la respuesta. Tal vez debería parar de llenar las ondas con espantosas lecciones de palabras podridas que nunca se asimilan ni se comprenden. Tal vez el silencio sea la forma definitiva de rebelión; la señal verdadera de nuestro desprecio por la embustera bestia de lo alto. Después de todo, ¿las palabras no le pertenecen a él? ¿No dice eso el Evangelio que escribió el discípulo Juan (y que para mí tiene mas credibilidad que los demás porque me parece que sentía por Jesús lo que yo siento por Quintoon)? Él comienza su relato sobre la vida de su amado diciendo <La Palabra, y La Palabra estaba junto a Dios, y La Palabra era Dios.>> La Palabra era Dios… ¿Lo ves? El silencio es todo lo que nos queda. Es nuestra última y desesperada oportunidad de rebelarnos contra quien tiene La Palabra.”



“¿Qué?

¿Después de todo esto sigue sin haber fuego? Te ofrezco el misterio de los misterios y mi prisión sigue fría. Fría. Igual que tú, pasapaginas. Eres frío hasta la médula, ¿Sabes? Te odio. Una vez más, las palabras me fallan. Estoy aquí sentado con mi odio, desprovisto de medios para expresar mi furia, mi repugnancia. Decir que eres un excremento insulta al producto de mis intestinos.”



Azhaag

10.19.2009

Microrelato: De un día para otro

Ocurrió sin más, los cabalistas y los religiosos histéricos decían que venían anunciándolo desde hacia siglos, pero la verdad es que ocurrió porque si, de un día para otro. No sonaron trompetas, no se vieron a los jinetes del Apocalipsis ni nada similar, simplemente, ocurrió… Los cadáveres se levantaban de sus tumbas, los infantes nacían muertos. Los pájaros se olvidaron de volar, quizá por que el cielo se volvió de un color rojo que los atemorizaba. El agua al beberla quemaba, y la arena calmaba la sed al sediento. Los árboles echaron a arder en combustión espontánea. Todo era una locura, anochecía y amanecía a un ritmo irregular, de una hora para otra o por espacio de varios días, salía y se escondía el sol. Por todas partes, en medio de las grandes urbes, el suelo se resquebrajaba dejando unas enormes grietas de las que a todas horas se oían quejidos lastimeros y desgarradores. Y yo, que había nacido mudo, podía ahora narrarte con una inigualable dicción esta inverosímil historia. De de un día para otro, me había convertido en el juglar que pregonaba de ciudad en ciudad la historia del fin del mundo.

Azhaag

Música: The Best of You, de The Foo-Fighters

Tiendo a enmarcar las canciones valiéndome, más que del contexto temporal en el cual estas salen en la radio, son publicadas en discos o las encuentro por primera vez, de las vivencias experimentadas mientras estas sonaban en mis oídos. Pudiendo asociar al instante el What´t I Say, del genial Ray Charles, con la amalgama de sensaciones que me invadieron hasta el tuétano al robar mi primer beso. El tema Ain´t No Sunshine de Bill Withers, por ejemplo, lo paladeo con cierto sabor melancólico al vincularlo con la perdida de un ser querido, tal vez porque comenzó a sonar con más fuerza que ninguna otra canción de las irradiadas en ese momento por el equipo de música del coche, mientras marchábamos camino del cementerio.

¿Se saben esa cita de Eduardo Mendoza que, en respuesta a la pregunta de que libro se llevaría a una isla desierta, contestó que “Preferiría morir ahogado en el naufragio”? Coincido con él en cuanto a esa exigencia absurda de llevarse solo un volumen entre tanta tonelada de letra impresa, encontrando más digno morir ahogado que conformarse solo con una sempiterna migaja literaria. No obstante, no me tiembla la voz al asegurar cual seria la canción que me llevaría a un paraje desierto, para llenar con ella su silencio y que fuese lo único que alcanzase a escuchar. Fue un amor en toda regla… la tarareo mientras paseo por la calle, ocupa un lugar preferente en mi mp3, suena en mi móvil cuando alguien me llama y cuando se dispara la alarma por las mañanas, y os aseguro que jamás la cambiaria por el último hit de moda, ni por el novedoso single del apreciado artista del momento. Es mi canción, la que espero suene en mi entierro y la gente asocie con mi estampa. Que pasado un tiempo, donde esta canción ya sea un vestigio del pasado, alguien la rescate de su inmerecido olvido a modo de petición en la radio, y al escucharla, alguien que me conoció en vida piense: “Así sonaba Rubén…”


Tema Original de The Foo Fighters


Version de Lee Ryan

Version de Stereophonics

Azhaag

10.14.2009

Música: LLévatelo, de Antonio Orozco

Antonio Orozco ya tiene nuevo disco, al que ha bautizado con el nombre de Renovatio, y muy acertadamente, debo añadir. Ya que tras escucharlo, supone toda una renovación en su particular estilo al que nos tiene acostumbrado. En lugar de poner el single, que si no lo estas ya, estarás harto de el en breve, tras desgastarlo a base de ponerlo en la radio mil y una vez al cabo del día, os dejo el segundo tema del disco. Que lo disfrutéis…





Azhaag

10.12.2009

Artículo: Me miró desde la otra orilla



“En un bosque se bifurcaron dos caminos y yo… yo tomé

el menos transitado. Eso marcó toda la diferencia.”

Robert Frost




Yo definiría la libertad como la capacidad de obrar sin necesidad de segundas opiniones. Seguiría definiéndola, entrando más aun en el terreno personal que yo le concedo a esta palabra, como la posibilidad de ir a donde uno quiera, cuando uno quiera, sin intervención de segundas personas. Por lo tanto, hoy en día, más que ganarte tu libertad, tienes que demostrar que eres digno de ella. Demostrar a ojos del examinador de tráfico que puedes valerte de un coche para ir a donde te plazca, y no dejar un reguero de transeúntes atropellados y coche abollados a tu paso. El pasado miércoles día cuatro de marzo, obtuve mi libertad. Se me dio en mi autoescuela un papelito en el que ponía con letras mayúsculas “Apto”, cuando a mis ojos realmente ponía “Libre”. Y con la euforia del que se sacude enojoso de las cadenas que lo aprisionan, pensé hacia donde encaminar mis pasos. La respuesta llegó por si sola al segundo de formular la pregunta. A Los Cahorros. Un parque natural bajo las faldas de la sierra, donde tantas veces me he sentido llenarme de vida a cada paso que he dado por sus valles y montañas. Es un lugar idóneo para alejarse de la urbe, para respirar aire puro y para perderse un rato. Con mi papelito que atestiguaba que era un conductor como verdadero salvoconducto en el bolsillo, y con una L en mis espaldas, partí hacia Los Cahorros. En la mochila llevaba el acostumbrado kit de supervivencia para desenvolverme por allí: suficiente avituallamiento para saciar mi desmesurada gula, una botella de agua, la cámara de fotos cargada y presta a inmortalizar cualquier cosa que pasase ante su lente, y las botas puestas y bien atadas. Me adentré con paso ligero en las espesuras y seguí el camino trazado que me llevaría hasta la fuente de las Chorreras, la cual yo había trazado como verdadera linde entre el parque civilizado, aquel por el cual paseaban guiris con calcetines y sandalias, y el resto de domingueros, del verdadero parque salvaje e indómito. Donde los caminos, más que encontrarlos, había que inventarlos sobre la marcha. A golpe de pisada. Era tal mi energía aquel día, que llegué a la fuente de las Chorreras en poco más de cuarenta minutos, cuando esta se encuentra a una hora de la entrada del parque. Aquel día no andaba; volaba. Parecía ir compitiendo con mi sombra por ver quien llegaba antes. Una vez alcanzada la fuente, paré a descansar y saciar mi apetito, y entre bocado y bocado, decidir hacia que nueva dirección iría. Hacia un día precioso, un cielo despejado y un sol funcionando a pleno rendimiento, lograban que picase incluso el calor. Las opciones eran las siguientes, seguir el curso del río hacia el valle, dirección Norte. Era un tramo por la cual ya había andado en muchas ocasiones, por lo que lo deseché enseguida. Aquel día quería perderme, y para lograr esto se precisa pisar tierra que los pies aun no han catado. Así que, enclavado en mitad de la fuente, opté por mirar hacia el Este. Montaña a través.



















Aquel día iba solo, o conmigo, como prefieran, el caso es que no tenía a nadie a mi lado que, mirando el lugar por el que tenía intención de subir, me dijera que estaba como una regadera. Que aquella ladera estaba demasiado empinada. Allí, como les digo, no escuché excusa alguna. Y sin más preocupación que la de no despeñarme ladera abajo, emprendí el ascenso. La cuesta era dura, el terreno era muy abrupto, lleno de piedras que al pisarlas cedían precipitándose hacia abajo, y la vegetación a la que poder agarrarse para no perder el equilibrio se te clavaba en las manos en forma de espinas. Aquello no me desalentó, y seguí subiendo. Tras haber andado ya un largo trecho, me percaté de que a lo lejos, en las ramas de un enorme roble, una cuantiosa bandada de pájaros levantaron el vuelo al unísono. Aquello, tras años de observar las señales de la naturaleza in situ, me indicaba que algo había asustado a la bandada. Alguna clase de animal, un ciervo, o puede que un jabalí. La espesura era aun densa para ver nada a lo lejos, así que seguí subiendo. Con algo más de cautela, no por miedo a encontrarme de cara con Bambi y sus inocentes intenciones, sino más bien por topar con Pumba y su acojónante par de colmillos. Agarré unas piedras del suelo, las cuales iba lanzado unas decenas de metros por delante hacia donde subía, para que en caso de que el supuesto jabalí que había asustado a la bandada de pájaros estuviera por allá, saliera por patas al oírme llegar. Por regla general, estos temen más al hombre que viceversa. Al subir hasta el roble, la ladera de la montaña perdió en vegetación y rocas, por que lo pude advertir que el animal que había asustado a los pájaros no eran más que dos cervatillos y su protectora madre, que me escudriñaba antes si quiera de haberla visto yo. Intenté agarrar la cama de fotos y retratarlos, pero estos volvieron a perderse montaña arriba antes de poder llevarme la cámara al rostro. Aquella persecución me entretuvo por espacio de media hora. Haciendo que disfrutara ante el gozo de jugar a darles caza a aquellas presas, cargando en la mano, en vez de una lanza que me procurara un bocado, una cámara de fotos que me diera una bonita y lograda instantánea. No hubo manera. Los cervatillos y su madre se detenían a lo lejos, y cuando yo paraba para recuperar algo de fuelle y echar la foto, volvían a perderse montana arriba. Me negué a intentar igualar el ritmo de ascensión de aquellos animales cuando sentí que el corazón me latía en el cuello y en las sienes, en lugar de en el pecho. Me senté encima de una roca para descansar, y esta, nada más posar el culo en ella, cedió y rodó montaña abajo. Me dio por reír a carcajadas al ver como mi improvisado asiento huía de mí sin intención de detenerse mientras bajaba pegando brincos por la inclinada ladera. Aun entre carcajadas vislumbre lo alto que me encontraba, ya ni siquiera lograba ver el río que había dejado abajo, y la cima de la montaña a mis espaldas, parecía estar al alcance de la mano. Cuando vista desde abajo, casi parecía arañar los cielos. Aquella visión me vigorizó, sintiéndome henchido de orgullo por mi proeza, la cual, yo ya la ponía junto a la del mismísimo Edmund Hillary. Aun entre risas en mitad de la nada en aquella ladera, alcancé a oír algo a mis espaldas ¿Habían vuelto los ciervos con ganas de seguir burlándose de mí? Agudicé el oído intentando escuchar más limpiamente aquel murmullo lejano. No tenia muy claro que era, pero tras haberme repuesto, y movido por la curiosidad, seguí avanzando montaña arriba, hacia aquel ruido. A cada nuevo paso dado el sonido era más claro… sonaba a agua. No al rumor del agua en su paso por el río, sino más bien al caer de agua desde una altura. Deseché la idea de que aquel sonido fuera el agua del río que había dejado abajo, desde esta altura era del todo imposible que llegara a mis oídos ¿Qué era aquel sonido entonces, allí, en mitad de la nada? Quizá no fuese agua, pensé. Quizá fuese otra cosa. El ánimo alegre con el cual había trotado minutos antes se desvaneció ante la inquietud que me producía no poder etiquetar aquel sonido. Seguro que les ha pasado en otras circunstancias. No es el sonido en sí lo que nos inquieta, sino más bien, oír dicho sonido en un lugar que no cuadra, del que no forma parte. Igual que oír una carcajada en mitad de un cementerio, o un grito desgarrador en el silencio de una biblioteca. Es la dicotomía tan dispar entre sonido y lugar la que hace que se le disparen a uno las alarmas. Me seguía sonando a agua, a agua cayendo desde una gran altura. Pero allí no podía llegar el río, volvía a argumentarme mi sentido común sin darme tregua. Me encontraba cientos de metros por encima del nivel del río, y que me aspen, que aquello sonaba a agua. Acelere el paso, haciendo que mis tropiezos se sucedieran con más regularidad. No hubo piedra que pisase en falso ni zarza en la que no metiera las manos, y por fin, llegué a arriba.

Agua. Era agua…


-Ya te lo estaba diciendo… -le espeté a mi ruborizada lógica.


Una fuente natural nacía de la pulida roca del barranco cayendo en una impresionante cascada de varios niveles, perdiéndose de nuevo bajo la montaña en un curso de aguas subterráneas. Aun entre jadeos, me regodeé en la hermosa visión que me mostraba mi error. Si que podía haber agua en la montaña, cenutrio, me volví a arremeter. Detesto equivocarme cuando se que llevo razón. Me puse a pensar en cuantas personas habrían llegado a disfrutar de la visión que yo contemplaba. Me volví para reparar una vez más en la pronunciada cuesta por la que me había dejado literalmente la piel subiendo. Aquel camino no lo había pisado nadie, por sentido común más que por convicción, nadie era tan masoquista como para sudar sangre subiendo por allá. Me dejé seducir por la idea de que lo mismo solo yo me había encontrado con aquel lugar casi sin pretenderlo. Fue entonces, casi a punto de proponerme hacer un mástil e izar una bandera con mis iniciales para dar a conocer que servidor había estado allí, cuando me percaté de que no estaba solo. Justo enfrente, en la otra ladera del barranco, en la orilla de aquella cascada, alguien me observaba sin moverse. Al igual que la extraña sensación de escuchar un sonido que no pertenece ni por asomo al lugar donde lo oyes, ver a una persona en un lugar donde te crees estar solo, es una sensación que te sacude hasta el tuétano. Apenas si la llegaba a ver entre la vegetación y la distancia, pero aquello era una silueta de una persona. No se movía en lo más mínimo; pero era alguien. Alguien que me había hecho bajar al puesto de segundón en coronar aquella cumbre. Parecía estar recostada, sentada o tumbada sobre algo. Y lo que me preocupó de veras es que, en los diez minutos que estuve allí observándola, no movió ni un dedo. Mi pierna derecha descansaba sobre un pesado losco que hacia equilibrios al filo de la sima, le propiné un empujón y la roca cayo hacia abajo. El estruendo que hizo en su recorrido hasta el agua de la cascada hubiera despertado a un comatoso, pero aquella persona, que presuponí dormida, seguía sin moverse.


-¡¡Holaaa!! –vociferé, siendo posiblemente el hola más fuerte con el que he saludado a alguien en mi vida. Pero aquella persona no reaccionaba ni a piedras ni a gritos.


No podía dar media vuelta e irme por donde había venido dejando a aquel pobre desgraciado allí. Así que me dispuse a bajar por la barranquera hasta el río. Como al llegar hasta a él, este se despertase bostezando y saludándome sin más, me juré ahogarlo en las aguas de aquella cascada por hacerme jugarme el tipo bajando aquel barranco para comprobar que estaba bien. El ruido que monté bajando por aquellos riscos fue cualquier cosa menos silencioso, y nada, aquella persona seguía quieta. Me puse en lo peor. Tal vez fuese un campista extraviado, o que había sufrido alguna clase de lesión, quedando impedido en aquel lugar en el culo del mundo. Me adelanté a mis propios pasos, y me veía llegando hasta la orilla y encontrarme con un cadáver con gorra, cantimplora, mochila y hediendo al perfume de la muerte. Les aseguro que no es un plato de buen gusto bajar haciendo de funambulista por una pendiente para comprobar si un total desconocido aun respira o ya se lo han empezado a comer los gusanos. Un suicida. Aquella otra posibilidad pasó por mi mente como un flash al recordar que se habían producido más de uno y más de dos casos de suicidios en la intimidad que ofrecen Los Cahorros. Recordaba claramente los titulares de prensa. Una chica ahorcada en un conocido olivo de la zona. Otro infeliz había optado por ser más creativo, atándose con cadenas al tronco de un árbol, darse un bañito con gasoil y quemarse a lo bonzo para acabar con su vida. Otro se arrojó desde el puente de la entrada al parque. Resoplé incomodado ante la idea de encontrarme yo ahora con alguien con un frasco de barbitúricos en la mano y una nota de desamor en la otra, explicando sus motivos para haberse ido hasta allí para morir. Cavilando entre estas posibilidades me resbalé una vez más, mi pie quedó suspendido en el aire y la caída hubiera sido de antología si mi mano no se hubiera asido de aquel manojo de zarzas. El grito al sentir hundirse los pinchos en mi piel rebotó por todo el barranco. Me paré a quitarme los pinchos mientras blasfemaba en arameo, cagándome en todos los santos cristianos y en todas las deidades del monte Olimpo. Pero mis gritos de dolor y rabia tampoco despertaron a aquella persona. Más le valía a aquel cabron o cabrona estar muerto cuando llegara abajo o no respondía de mí.



















Media hora tardé en alcanzar las aguas de la cascada, y cuando me disponía a cruzar con amplias zancadas las aguas para alcanzar la orilla donde estaba aquella persona, la expresión de mi rostro tuvo que ser un poema de poder haberla visto alguien. Anclado en el suelo, de un metro y medio de alto y sin piernas, había un muñeco de madera. Un jodido muñeco de madera con torso, brazos y cabeza que había tenido a bien acojonarme vivo ante la idea de toparme con un cadáver. Aquel hijo de puta con forma de tótem indio se tuvo que partir el pecho y esbozar una amplia sonrisa en su rostro sin rasgos al verme allí parado ante él.

Me reí a desgana por lo bajito, reventado, y sin ganas de hacerlo a lo grande, después de mi accidentado descenso. Y como antes con el trío de ciervos, la risa me duró un suspiro. Los músculos volvieron a tensarse, las manos a convertirse en puños cerrados y mis ojos a mirar cautelosos hacia todos lados al ser plenamente consciente de lo absurdo de la situación. Un muñeco de madera…de acuerdo… ¿Qué hacia allí un muñeco de madera? Me despojé de la mochila y de mi calzado, por temor a caerme a las aguas con ellos, y remangándome el vaquero hasta las rodillas, crucé el río. Me contuve las ganas de desarmar aquel golem hecho con ramitas de una patada en el pecho, y me acerqué hasta él para examinarlo más de cerca. Su anatomía la conformaban ramitas de madera, y estaba trenzado con alambre para darle forma tanto al torso como a la cabeza y las extremidades. Mi curiosidad no me dejaba pensar con claridad, una batería de preguntas resonaban en mi cabeza clamando respuestas. Así que opté por empezar a contestarlas una por una ¿Era aquel muñeco alguna suerte de diana? Desde luego estaba intacto, sin orificios de ninguna clase. Fue al examinar el torso en busca de agujeros de proyectiles o flechas cuando reparé en el orificio que tenia. Un orificio del tamaño de un puño tapado por una impoluta piedra blanca. Bajo esta parecía haber un papel cuidadosamente doblado ¿Qué diablos era aquello? Quité la piedra con la cautela con la que procedería un artificiero, como si aquel autómata de madera fuese a reventar por los aires al levantar yo la roca. Empecé a desdoblar la hoja, la cual era unas cinco veces mayor que un folio normal. Un escalofrió subió desde mis pies mojados hasta la misma nuca al leer en la hoja, escrito con letras mayúsculas, el nombre de Lucia. Instintivamente retrocedí unos pasos de aquel muñeco, y la planta desnuda de mi pie pisó algo que hizo que lo levantara a causa del dolor. Era una piedra hincada en el barro, junto a esta, separada por unos treinta centímetros, había otras que conformaban un círculo alrededor del muñeco. No había reparado en ellas al llegar hasta la orilla, el muñeco de madera había acaparado toda mi atención. Eran un total de dos círculos concéntricos cercando al muñeco ¿Qué es lo que estaba pisando? ¿Qué era aquel muñeco? Una diana no, desde luego. Ni tampoco un entretenimiento casual. Volví a doblar el papel y lo dejé bajo la piedra, para salirme de aquellos círculos intentando pensar con claridad. Como si dentro de ellos mi pensamiento se enturbiase. Anduve alrededor del muñeco examinándolo. Saltaba a la vista que todo aquello era alguna clase de conjuro chapucero de amor, alguna especie de misa negra con la que alguien esperaba lograr el amor, la protección o la muerte de la tal Lucia. No eran más que divagaciones pero, ¿que quieren? Estaba descalzo en mitad de la montaña, con un muñeco de madera con un papel en las entrañas con un nombre escrito, y unos círculos dibujados con guijarros. Allí la razon brillaba por su ausencia, y a mis oídos mi argumento seguía convenciéndome. Me acerqué de nuevo al muñeco y lo levanté ligeramente para sopesarlo. Tras años de levantar pesas en forma de hierros se me da bien calcular pesos, aquella cosa pesaba alrededor de unos doce kilos. Estaba nervioso, no lo negare. Y más aun cuando escuché rodar piedras por el sitio por el cual yo había descendido minutos antes. El sonido de estas cayendo me dejaron sumido en una especie de trance, fue solo cuando llegaron al río y cayeron dentro del agua cuando reaccioné. Corrí hasta la orilla y alcé la vista hacia arriba esperando ver a alguien. Quizá al artesano enfermo que había hecho el muñeco que tenia a mis espaldas. Allí no había nadie, no caigan ustedes también en la paranoia producida por esta situación. Las piedras debieron deslizarse poco a poco tras mi paso y acabar por ceder, nada más. Céntrate, capullo, me ordené tajantemente. Volví a recuperar mi óptica pragmática ante aquel muñeco que no me perdía de vista. La escena era simple: un muñeco de unos doce kilos, hecho con madera y alambre. Clavado al suelo con una estaca. Con un agujero en el pecho y, dentro de este, un papel con el nombre de Lucia. Alrededor del muñeco dos círculos hechos con piedra. Brujería, era la respuesta que yo mismo me daba. Alguien ha cogido, se ha venido a este sitio alejado de todo, y con la paciencia de aquel para el cual el tiempo ha perdido significado, se ha puesto a elaborar un muñeco de madera. Era virtualmente imposible cargar un muñeco de madera de doce kilos por aquellas cumbres. Lo habían hecho in situ. Luego, habría dado paso a sabe dios que clase de ritual y… otra piedra cayó por el barranco hasta llegar al río. Volví a asomarme, intentando adivinar alguna silueta que me acechara desde los arbustos de arriba. Estas solo, muchacho. Cálmate. Hay un momento en el cual uno dilucida que ser valiente no implica quedarse a dormir entre los dientes del lobo, así que volví hasta la otra orilla del río, donde aguardaban mi mochila y mis botas. Me calcé, mientras seguía escuchando piedrecitas caer por la cuesta, y me cargué la mochila al hombro dispuesto a irme. No sin antes agarrar la cámara de fotos y retratar aquella escena. Sonríe amigo, flash, flash.





































Me marché de aquel lugar con la angustiosa sensación de sentirme perseguido en la lejanía. Más de una vez, durante el descenso de vuelta a la fuente de las Chorreras, me paré y giré sobre mis talones, para no encontrar más que árboles y rocas que dudo mucho que me estuvieran siguiendo con aviesas intenciones. No dejé ni por un segundo en pensar en lo que había visto. Mi cabeza pugnaba con la ignorancia por intentar ponerle un rostro a aquella anónima Lucia. Me la imaginé hermosa a rabiar. Poseedora de esas bellezas que causan admiración allá por donde van. De esas que dan que hablar, de las que sirven de referente para juzgar si tal o cual mujer es igual o menos bella que Lucia, jamás más que ella. Y luego me imaginé a un muchacho, siempre en la sombra, tímido hasta para regurgitar un buenos días. Enamorado febrilmente de la estampa de aquella diosa llamada Lucia a la cual temía acercarse por miedo a ser engullido por su mirada. Me lo imaginé pateándose aquellas laderas por las que yo había ascendido, movido por el deseo de un imposible. Pertrechado con herramientas para llevar a cabo su obra. Lo vi durante horas hacer su muñeco, doblar con un cuidado reverencial aquella hoja e insertarla en el pecho de su particular criatura. Llevar a cabo su ritual, y alejarse de allí, de nuevo, a esperar desde la penumbra a que su Lucia quedara presa bajo el embrujo de su sortilegio. Vaticiné que la magia de aquel muñeco no seria la que él esperaba, que Lucia seguramente encontrase a otro caballero de brillante armadura, con moto y sin granos en la cara, al que querer y llamar suyo. Y que no seria él. Aquí las opciones se bifurcaban, dándome donde elegir. Una era que la mente fanática y oxidada de este joven lo llevaría a cometer alguna locura, una mayor que hacer inofensivos muñequitos de madera llenos de ilusión. Una donde lo veía con las manos llenas de la sangre de la persona que decía amar. La otra era que, movido por la pena más absoluta, volviera a Los Cahorros para acabar con su vida. Resignado a vivir si no era con la tal Lucia. Esperando que no fuera ninguna de las dos opciones la elegida por este singular brujo amateur, pero que puestos a elegir una, le diera por quitarse la vida movido por su fanatismo en lugar de arrebatársela a una joven cuyo único crimen había sido ser dolorosamente bella. Y que ya puestos a pedir, no le diera por suicidarse en mitad de los caminos por los que yo eligiese en un futuro vagar. Su obra me había dejado mal sabor de boca, y desde luego, el hallazgo de su cadáver no lo iba a subsanar. Esa misma noche, ya en mi casa, seguí pensando en ello. Con la necesidad imperiosa de querer conocer el final de aquella historia, de aquel enamorado Chamán que se cobijaba en las sombras para observar a su musa, la bella y perfecta Lucia. Necesitaba saber el final de la historia, pero me he tenido que contentar con escribirla valiéndome solo del comienzo que conozco, ya que el prologo que leí de este siniestro relato, en este preciso instante, aun permanece anclado en mitad de una montaña, solo, mirando al vacío en la noche, y con el nombre de Lucia palpitando en su pecho.




Azhaag



10.03.2009

Biblioteca: Niebla, de Miguel de Unamuno
























“Lee los buenos libros primero; lo más seguro es

que no alcances a leerlos todos.”

Thoreau



Lo encuentro, sonrío, y lo cojo. Mi amiga se levanta de puntillas por encima de mi hombro para leer el titulo del libro que sostengo entre las manos.


-Niebla… de Miguel de Unamuno. Venga ya ¿Eso te vas a comprar? –me pregunta tremendamente extrañada.


-¿Y porque no debería hacerlo?


-Porque es un libro de esos que le mandaban a uno como lectura obligada en el instituto, y…porque no se, chico, hay libros más actuales ¿no? Más de ahora… –termina por argumentar.


“Más de ahora…”, lo que le faltaba a uno por escuchar. En la siguiente media hora, entre tazas de café y música de jazz flotando en el ambiente en aquel sombrío café con pinta de clandestino, le suelto el motivo por el cual elijo al, según ella, anacrónico Unamuno de entre tantos autores actuales. Le digo que los libros son atemporales, que no están sujetos a la comprensión exclusiva de los coetáneos al autor en cuestión. Y que mi lista de libros pendientes de leer, la cual es larga y bien nutrida, no sufre cambios ni modificaciones a expensas de las últimas novedades literarias. Que estas acabo leyéndolas cuando ya nadie las recuerda, a los años de ser publicadas, cuando simplemente les llega su turno en la lista. Y que hoy le tocaba el turno al ignoto Miguel de Unamuno, que ya iba siendo hora de que nos conociéramos mutuamente, y que, tras las respectivas pesquisas y el estudio de campo por mi parte, “Niebla” era una de sus obras más representativas y aplaudidas, por eso la andaba buscando. Obviando, en mi recorrido por la librería, tantos letreritos llamativos y coloridos que publicitan el último libro a la venta del más reciente autor que perdió la virginidad editorial ayer.


Me mira con los ojos entrecerrados, aturdida y picada por el rollazo apológico que le he soltado sobre los libros viejos y su valor imperecedero.


-Estas hecho un viejales, que lo sepas… -me dice con sorna.


En el aire esta terminando de sonar algo de Solomon Burke; pago la cuenta y le sonrío al tiempo que me levanto de mi asiento.


-Y a ti, que lo sepas, te queda genial el bigote. Límpiate la espuma que te ha dejado en el labio tu capuchino, anda, y salgamos de aquí…





Niebla, escrita por Miguel de Unamuno en 1907 y publicada en 1914. Aplaudida por la crítica de la época, alcanzando un éxito sin precedentes; llegó a traducirse a más de doce idiomas. Esta novela, o nivola, como la prefiere clasificar el propio Unamuno, detrás de una trama en apariencia sencilla, recoge en esencia toda la filosofía del autor. Confeccionando para ella y para sus personajes un mundo Unamuniano donde poder explicar sus dilemas más profundos y arraigados, como el alcanzar la utópica inmortalidad, manteniéndonos vivos mientras alguien nos recuerde, piense o imagine. Por encima de la historia central, el dilema que sus personajes cargan a hombros para que llegue de forma plena al lector es la duda sobre la propia existencia del individuo, de si en realidad, quizá, estemos andando en la niebla, entre la bruma de la imaginación de alguien, que imaginándonos, soñándonos, pensándonos, nos creó, desde la nada inexistente hasta nuestra irreal convicción de existir de veras. Un tema subyacente a la trama apasionante, y tratado con un lirismo hermoso y perfectamente encajado en la historia en forma de monólogos y profundas reflexiones del protagonista. El argumento de la novela versa sobre el amor, así de simple. Una historia de enamorados, o de un individuo, Augusto, nuestro protagonista, con ansias de topar con el amor. Cierto día, mientras despreocupado en la calle vagaba a tientas entre sus propios pensamientos, se cruza ante su mirada la bella Eugenia, la femme fatale de la historia. Una joven pianista por la cual queda hechizado nuestro amigo Augusto, casi sin darse cuenta se pone a seguirla, magnetizado por ella al instante. No repara en que estaba siguiéndola hasta que esta entra en su casa, y el se ve sorprendido ante la puerta cerrada de la finca de la joven. A partir de ahí, comenzara un periplo donde Augusto, movido más por el aburrimiento y la divagación, que por el verdadero amor, hará lo imposible por ganarse el favor de la bella Eugenia. En la trama aparecen diversos personajes con los que Augusto hablará largo y tendido sobre lo irrisorio del ser, sobre la naturaleza de su amor y fijación por Eugenia, y sobre como darle resolución a dicha situación. Sin duda, lo mejor de la historia es la interacción entre los propios personajes, las conversaciones mantenidas entre estos. Que parece ser el formato elegido por el propio Unamuno para poner en boca de sus personajes sus propias ideas, y enfrentarlas entre si. Y si todo esto no maravilla al lector, lo llegará a hacer sin duda su epílogo, un epílogo con dos partes. En la primera el propio Augusto mantendrá una conversación con el mismísimo Unamuno, en la cual, criatura y hacedor, se liaran a puñaladas argumentativas para desmentir la naturaleza real y tangible del otro; impresionante de veras. La segunda parte es el broche de oro, en la cual, a modo de soliloquio, Orfeo, el fiel perro de Augusto, le dedicará unas sentidas palabras de agradecimiento a su desdichado amo. Una maravilla de libro, que pese a sus más de 100 años a las espaldas, y por mucho que quiera mi amiga adicta a los capuchinos, se mantiene perfecto en su forma y estilo, muy por encima de las noveluchas pubertosas paridas antes de ayer. Altamente recomendable.







“¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá, en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos e himnos, para adormecerle, para acunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia toda de todas las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos?”





“¡Gracias a Dios –se decía camino a la Avenida de la Alameda -, gracias a Dios que sé a dónde voy y que tengo a donde ir!”




“Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: <>”




“-Trae leche, Domingo; pero tráela pronto –le dijo al criado no bien éste le hubo abierto la puerta.


-¿Pero ahora se le ocurre comprar perros, señorito?


-No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.


-Vamos, si, es expósito.


-Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.”





“-Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! ¡Amo, ergo sum!”





“-Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo del Arko.


-¿Y por qué?


-Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda la humanidad! Hay que escribir el castellano con ortografía fonética. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! Za, ze, zi, zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, ku con ka. ¡Y fuera la hache! ¡La hache es absurda, la reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!


-¿De modo que es usted fonetecista también?


-¿También?, ¿Por qué también?


-Por lo de anarquista y esperantista…


-Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guerra a la autoridad! ¡Guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós!”




“Pues si, yo creí que seria todo lo contrario; que cuando uno se enamora de veras es que concentra su amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y que todas las demás han de parecérsele como si nada fuese ni valiese…Pero, ¡mira!, ¡Mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo!


-No; veras, veras si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo, por supuesto, de la mujer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, ese abstracto se concreto y la mujer se hizo una mujer y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la colectividad, del genero. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, de la mujer a una mujer, y de una mujer a las mujeres.


-¡Vaya una metafísica!


-Y ¿Qué es el amor sino metafísica?


-¡Hombre!


-Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento sino es cerebral, o como suele decirse, de cabeza.


-Eso lo creerás tú… -exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, pues aquello de que su enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole, al fondo del alma.


-Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un ente de ficción…


-¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás?...


-Deberás estas enamorado, ya lo creo, pero de cabeza solo. Crees que estas enamorado…


-Y ¿Qué es estar uno enamorado sino creer que lo esta?


-¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!...


-¿En que se conoce, dime, que uno esta enamorado y no solamente cree estarlo?


-Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otra cosa.”




“-Si, Augusto, si –prosiguió Don Avito-; la vida es la única maestra de la vida; no hay pedagogía que valga. Solo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo…”




“Probablemente no nace el amor sino al nacer los celos; son los celos los que nos revelan el amor. Por muy enamorada que esté una mujer de un hombre, o un hombre de una mujer, no se dan cuenta de lo que están, no se dicen a si mismos que lo están, es decir, no se enamoran de veras sino cuando él ve que ella mira a otro hombre o ella le ve a él mirar a otra mujer. Si no hubiese más que un solo hombre, y una sola mujer en el mundo, sin más sociedad, seria imposible que se enamorasen uno de otro.”




“Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con un hueso constituye el paleontólogo el animal entero y con una asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin desconocer tampoco que no debe mirarse a las estrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio, como los humoristas acostumbran a hacer para ver turbio.”




“-Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es que esta sano, y el que esta sano!


-Pero, Liduvina, ¡Yo no vivo!


-Pero ¿Qué dice?


-Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡Yo soy idea!, ¡Yo soy idea!


Empezó a devorar el jamón en dulce. <Edo, ergo sum!”




Azhaag