11.30.2009

Música: Rob Dougan

Considero que cualquier acto de creación artística, ya sea un escrito, un dibujo, una escultura, puede verse influenciado por factores externos. No me veo escribiendo un jocoso articulo si por mis auriculares suena el melancólico Claro de Luna de Beethoven, de igual forma, no soy capaz de crear una atmósfera dramática y triste si tengo a un Ray Charles lleno de vida cantando What´d I Say. Trato de buscar la neutralidad en cualquier música que oiga, o al menos, un equilibrio compensado entre temas alegres y enérgicos, y composiciones con un matiz más triste y acompasado. Por ello, el señor Rob Dougan ocupa un puesto preferente en mis listas de audio. Os dejo con él...












Azhaag

11.07.2009

Perlas de sabiduría: Ray Bradbury



















“…últimamente he dado con un nuevo símil para describirme. Puede ser de ustedes: Todas las mañanas salto de la cama y piso una mina. La mina soy yo. Después de la explosión, me paso el resto del día juntando los pedazos.”



Ray Bradbury


Artículo: Cuando a Miles Davis lo interrumpió un polluelo
















“La existencia de vida en el universo es un fenómeno muy sobrevalorado.”

Watchmen, de Alan Moore y David Gibbons



Resulta complejo pensar que es y que supone la vida. Es un concepto abstracto, y tiende a ayudar si uno, cuando piensa en ella, lo hace en forma de alegoría. Hace unos días, esta misma alegoría de la que me dispongo a hablaros, me interrumpió mientras escribía. Con el cuarto apestillado, acentuando el calor, pero aislándome de ruidos molestos. El messenger ataviado con el claro mensaje disuasorio de que no se me molestase bajo ningún concepto. Y a Miles Davis sonando en los altavoces para aislarme incluso del monótono sonido de mi propia respiración, tan continuo y rítmico como un metrónomo. Todo estaba dispuesto, forma parte de mi pequeño ritual. El cual, si no lo llevo a cabo, me incapacita una barbaridad en la empresa de poder escribir. Las letras fluían y el resultado obtenido me agradaba, cuando de repente, al instante en que acaba el tema “Donna” con sus últimos compases agónicos de piano y trompeta, el silencio se hace presente en mi cuarto. Y su vacío se llena de un tenue y onomatopéyico “pío-pío”. Demasiado cercano como para que el ave en cuestión este encima de la chimenea y su sonido me llegue caído desde allá arriba hasta mi habitación, y demasiado constante, demasiado persistente, como para que mi atención lo pase por alto al comenzar un nuevo tema de Davis. Detengo la música, y el cursor se queda parpadeando impaciente en el monitor a la espera de que lo siga alimentando con palabras, pero aquel “pío-pío” me sigue llamando desde el exterior. Me levanto de la silla y me acerco hasta mi terraza, al descorrer las cortinas carcomidas por el sol, descubro al culpable. A la alegoría de la que os hablaba al comienzo. Un diminuto polluelo, de gorrión seguramente, yace bajo mis pies. No tendrá más que unos días. Su aspecto es de lo más grotesco. El buche lleno e inflamado, las costillas dibujando una diminuta caja torácica bajo su piel casi translucida, con el único y difícil cometido de proteger un corazoncito que, para mi asombro, aun late. Así puedo apreciarlo por el pulso constante que recorre el cuerpecito del pobre animal. Los ojos hinchados y negros, ciego aun. Me arrodillo para obsérvalo con más detenimiento, de forma instintiva continua piando. Pidiendo auxilio a una madre que ya no puede hacer nada por el, salvo quizá, mirarlo desde arriba, desde el borde del nido desde el que se ha caído, situado en alguna de las tejas de mi tejado. Me planteo que hacer con el, su cuerpecito debe de presentar mil y una hemorragias internas por el impacto de la caída. Debe de estar sufriendo… me cuestiono si seria capaz de cogerlo entre mi mano y, de un apretón, acabar con su agonía. Pero me descubro demasiado cobarde, me faltan redaños para robarle la vida, aun a expensas de considerarlo un acto de bondad con tal de que no siga sufriendo, de un apretón sobre su trémulo cuerpecito. Así que en un gesto que, mirado en la lejanía del ahora, se me antoja vomitivo y carente de tacto, levanto mi pie sobre el. Y es a un segundo de aplastarlo cuando el polluelo decide hacerme ver que es más duro de lo que aparenta. En un esfuerzo titánico por su parte, aun tumbado sobre la losa de cerámica, levanta su cuello hacia mí, piando con más fuerza que nunca, rogándome algo de comer. El pie se queda donde esta, suspendido en el aire, a centímetros de darle una muerte rápida e indolora, y a la espera de una resolución por mi parte. El pollo me sigue rogando una prorroga, me sigue gritando que de agónico nada, que hace falta algo más que una caída desde cuatro metros de altura para matarlo. Lo cojo como si manipulara nitroglicerina, con el tacto de un artificiero, y me pregunto, muy bien, alma samaritana ¿y ahora que vas a hacer con el? Sintiendo su cuerpo calido sobre la palma de mí mano se me antoja aun más frágil. Tan ligero, tan desprotegido y tan tibio a la vez, con ese anhelo por vivir en su constante piar demandándome algo de comer. Hay que joderse, me has roto una racha cojonuda escribiendo, mamón, le digo. El pollo sigue a lo suyo, que si pío-pío. Habrá que improvisar… bajo hasta la cochera y rescato de entre unas cajas polvorientas una jaula para pájaros, la adecento un poco, y le coloco un nido de esos artificiales para la cría de aves. Mi padre es un gran enamorado de los canarios y la avicultura, y por fortuna, dispongo tanto del nido ya hecho como de la protección que le va a brindar la jaula. Ya tiene un lecho, genial ¿y ahora? ¿Me como una mosca y se la regurgito? Deseche la idea de masticar moscas y opte por probar a darle de comer la especie de papilla amarilla que contenía el saco en cuya etiqueta rezaba “Alimento especial para crías”, que tenía mi padre junto al alpiste. No se si sabía más especial en relación a las moscas regurgitadas, pero al pollo le gustó. Se aferraba a las pinzas con las que emulaba el pico materno para darle de comer con una fuerza impresionante. Tras comer, su constante piar se silenciaba, y se limitaba a dormitar. Ajeno a la amarga realidad de haber perdido a su madre y a sus hermanos. Parecía importarle un cojón de pato, siempre y cuando estuviera yo presto con las pinzas en la mano para emular la manutención que le proporcionaba mama antes de la repentina caída desde el tejado. Así me tuvo por espacio de tres días, comiendo como si no existiera el mañana, y en parte, su actitud resultaba de lo más profética. Pues al tercer día lo halle muerto en la jaula. Desconozco porque su diminuto corazoncito echó la persiana y colgó el cartelito de cerrado… quizá por las heridas internas provocadas por la caída, no lo se. Sin mayor ceremonia que la de depositarlo con sutileza en lugar de arrojarlo a la basura, me deshice de él. La jaula retorno a su sitio, el nido se volvió a quedar vacío, y Davis siguió llenando mis silencios mientras escribía; mientras escribo estas líneas. Y es llegado a este punto cuando creo oportuno rescatar el tema de la alegoría como forma de definir la vida. No se si desde una óptica negativa y cruda, o quizá demasiado poética, el caso es que cualquiera de los mortales tendemos a entender siempre mejor las cosas en forma de fabulas o, como he señalado, en forma de alegoría. Se hace más digerible, más visual el concepto. ¿Qué es la vida? La vida no es más que un paroxismo. Quizá no sea más que, con el empeño de desvestirla de circunstancias que solo la adornan, y optar por la síntesis a la hora de definirla, una caída hacia una superficie tan dura e ineludible como la realidad en si misma. Una caída que mata. ¿Qué es la vida? Posiblemente no sea más que el breve intervalo en el que estas suspendido entre el espacio dejado por el regazo materno y el suelo. Eso es la vida en su definición más áspera y concisa. Solo somos almas que caen esperando encontrar nuestro fin, lo único reseñable, y positivo, dentro de tanta definición taciturna y nihilista, y a la par sorprendente y digno de mención, es que hay personas que lo hacen a diario, no como yo, que me vi incapaz de matar a un polluelo y, movido por la vergüenza, realice una acción altruista y generosa. No, no me sean simples. Me refiero a aquellas personas que, incluso inmersos en la misma caída hacia el fin que las personas que se deciden a ayudar, hacen de la caída de sus semejantes algo más llevadero, algo más dilatado en su tiempo. Algo más humano. Tómenlos a ellos como ejemplo, a las monjas y curas despeinados, melenudos y con pinta de harapientos, que se dejan machetear por las guerrillas en las misiones de África. A la gente que regala su tiempo para atender a quienes no conocen, a los enfermos, a los desfavorecidos, a los apestados de la sociedad. A cualquiera que hace algo por alguien sin esperar nada, aun consciente de que ambos caen hacia el mismo destino. Y de mí olvídense, me he limitado a dilatar la vida de un polluelo por vergüenza a dejarlo morir bajo mis pies. Y tras su muerte, y con vistas a que no se me vuelva a presentar la misma situación, cierro la ventana de mi terraza, haciendo de mi cuarto un verdadero e insufrible horno. Y pongo a todo volumen al amigo Miles Davis, hasta dejarlo afónico a él y a su trompeta, con tal de no volver a tener que, o bien dejar de escribir, y hacer más llevadera una caída hacia el vacío, o convertirla en algo más rápida de un pisotón que no tuve bemoles a hacer sonar aquel día en mi conciencia y que dudo mucho de que me atreva a dar en un mañana al que le doy la espalda sin más, precisamente por temor a verme en semejante encrucijada. Así soy de cabrón, prefiero escribir en mi relativo silencio plagado de música, que volver a verme en la tesitura de hacer callar a Miles Davis por un piar moribundo.




Azhaag