1.23.2010

Biblioteca: Pobby y Dingan, de Ben Rice

“En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver.”

Peces de ciudad, Joaquín Sabina


Llegué a la conclusión de que, en realidad, no me gustaba aquel bar. No tiene encanto alguno, se llama Genil, en honor al río que pasa a escasos metros de sus puertas. Un río enclenque y enfermizo, con el mismo caudal de agua que un escupitajo. En el interior del bar cuelgan cuadros con instantáneas de los años mozos de aquel río decrépito, donde se veía orgulloso llevando una digna cantidad de agua en su cauce, la cual seguramente tronaba como una tormenta en el silencio de la noche antaño. Ahora, si uno se acerca a el, tan solo cree oírlo. Igual que cuando, para escuchar un mar distante, acercamos el oído a una caracola. Es el fantasma del pasado el que reclama nuestra atención, atrayéndonos hacia ciertos enclaves o momentos con su canto de sirena. Por ello, pese a que no me gustaba aquel bar, acudía a sus puertas empujado por la necesidad, quien sabe si la esperanza, de sentarme en su mesa y que el ayer sustituyese al ahora. De que el agua del río sonase, y de que por un capricho cósmico el tiempo deshiciera lo andado, volviendo por sus pasos a recoger sus huellas. Recuerdo que elegí aquel bar por su proximidad a la parada de autobuses. Por aquel entonces salía con cierta chica, a la que llamaremos Olvido por miedo a que se materialice de nuevo de escribir o pronunciar su nombre. No vivía en la ciudad, y eran los autobuses los responsables de que nos viéramos. Como la puntualidad no es algo que les quite el sueño a los conductores de autobuses, a veces la espera se prolongaba más de la cuenta, y en lugar de aguardarla en la parada me resolvía a hacerlo en aquel bar. Y tengo grabado a fuego cada uno de los momentos en que la puerta se abría, esa puerta a la que no le quitaba el ojo desde el momento en que me sentaba, y aparecía ella buscándome con la mirada. Como atesoro aquellos instantes… pero la historia llegó a su fin, y Olvido decidió olvidarme. Se podría decir que me quedé atado a aquel lugar, preso de la añoranza y de los momentos felices. A que yo abría la puerta de aquel, mi particular presidio, deseoso en parte de volver a vivir lo dejado atrás. Quizá por ello sigo mirando de reojo cada vez que oigo abrirse la puerta. Detesto aquel bar pues entre sus muros, como el murmullo del mar confinado en la caracola, cohabitan los recuerdos felices con las realidades amargas. Porque estando allí, sentado y bebiendo, me transmuto, por la insidiosa alquimia del recuerdo, en el lugar de las apariciones del fantasma de Olvido.


Fue por ello que le sugerí a mi amiga aquella noche irnos a tomar algo precisamente a ese bar y no a otro. Sin soltar la basta explicación dada arriba, y argumentando a favor de las generosas tapas como motivo para ir, acabamos por refugiarnos aquella noche en él. La velada transcurrió tranquila hablando de literatura. Discrepando sobre la habilidad de Sam Savage, de Pérez Reverte o de tantos otros. Hablando de futuros, lejanos y próximos, y rubricando una noche perfecta con un préstamo en forma de hojas impresas. <<No quiero que se me olvide dártelo, toma…>>, me dijo, abriendo el bolso y tendiéndome un libro. Siempre he admirado, con el asombro sincero de descubrirse uno mismo incapaz de hacer tal cosa, a las personas que prestan libros. Pobby y Dingan, de un tal Ben Rice, leo en su portada. Levanto la vista y mi amiga me sonríe, y reparo en la situación en la que me encuentro. Feliz en un lugar donde solo alcanzaba a estarlo bajo el imperante de estar triste también. Con algo que Gutenberg jamás ideó para ser prestado en mis manos. Y dándole la espalda a la puerta y al pasado, los cuales comparten los mismos goznes y se abren para dar paso sólo a quien tú consientes que entre y se acomode en tu vida.


A la atención de la dueña del libro: con la candencia de voz propia de un secuestrador; si quieres volver a verlo con vida, reúnete conmigo en el mismo lugar y a la hora convenida. Un beso.



Ben Rice nace en 1972 en Devon, es profesor de Ingles y en la actualidad reside en Londres. Y para ahí de contar… no hay mucha más información al respecto sobre este talentoso desconocido. El cual ha logrado con su primera obra, Pobby y Dingan (editorial Planeta), causar sensación, llegando a ser un best-seller de éxito internacional.

Pobby y Dingan es un curioso hibrido a medio camino entre el cuento infantil sin mayores pretensiones y la narrativa infantil que se bifurca del camino hacia un publico aun imberbe captando las atenciones de los ya más entrados en años. Tal y como hizo en su momento Antoine de Saint Exuspéry, con su obra El Principito (“Le petit prince”), donde podemos apreciar como, tras el velo de una aparente sencillez en forma de cuento infantil, se esconden interrogantes filosóficos, éticos y morales que desembocan en una más compleja interpretación de la obra dependiendo de lo cultivados que sean los ojos que la leen. Si en una lectura atenta de El Principito desciframos la intención del autor por suscitar una búsqueda personal que tiene como objetivo encontrarse a uno mismo, a sus valores, y no desligarse jamás de ese espíritu infantil y puro que habita, o habitó hace tiempo en cada uno de nosotros, con Pobby y Dingan nos da la sensación de que el autor quiere reivindicar la importancia de lo intangible en un mundo cada más material, más presente y constatable, que tiende a alejarse de ensoñaciones o ilusiones que solo parecen sostenerse y volverse palpables cuando somos niños. Cuando nuestra concepción del mundo aun es incompleta y tendemos a juzgar como veraz lo concebido por nuestra fértil imaginación para rellenar los huecos. La acción del libro transcurre en un pequeño pueblo de Australia, donde la minería y la extracción de ópalos constituyen el modo de vida de la familia protagonista de nuestra historia. La cual la forman un padre de irreductible moral, cuando se trata de buscar infatigable los valiosos ópalos, una madre que añora su tierra natal, donde dejó una vida acomodada y a pretendientes con planes de futuro que no incluían a los dichosos ópalos y meterse bajo tierra para dar con ellos, y una pareja de hermanos, Ashmol, el mayor, y la pequeña Kellyanne. Ah, perdón, y Pobby y Dingan, los grandes amigos de Kellyanne, la cual es la única que puede verlos dada su condición de amigos imaginarios de esta. La voz narrativa correrá a cargo del hermano, Ashmol, quien nos contara en primera persona que su hermana es un bicho raro, que desde su punto de vista precisa amigos de verdad, reales, que respiren y que se dejen ver. Nos dejará claro desde el primer momento que aborrece a Pobby y Dingan y a las tonterías de su hermana, de la que no para de burlarse ni un instante. El giro de la historia vendrá cuando Pobby y Dingan desaparezcan, incluso ante los ojos de Kellyanne, que asegura que algo terrible les ha debido de ocurrir a sus amigos. Sumada a esta gran perdida para Kellyanne, la familia sufrirá otro gran golpe al ser acusado el padre de robar en la mina donde trabaja. Bajo esta turbulenta situación familiar, Ashmol se resolverá a buscar a los amigos imaginarios de su hermana al ver como esta se marchita por momentos empujada por la pena más absoluta. Para ello movilizara a todos los habitantes del pequeño pueblo en la infructuosa búsqueda de estas entidades, ficticias para todos, pero reales para su hermana al mismo tiempo que intentara lavar el nombre de su padre al cual todos tildan de ladrón. Ben Rice saca provecho estrujando al máximo una realidad presente en muchas infancias, en las cuales los niños, retraídos y complejos en su mayoría, tienden a inventarse amistades metafísicas moldeadas a placer para satisfacer sus necesidades de compañía, aprobación y enriquecimiento personal. Y plantea el interrogante de hasta que punto algo ficticio, de lo cual nos nutrimos, puede volverse dañino para con uno. Como algo tan iconográfico y propio de una mente infantil, como puede llegar a ser una amistad imaginaria, tiene sus símiles en las mentes maduras en forma de ópalo inencontrable que cambiará nuestra suerte, o en forma de monologo disfrazado de conversación con seres queridos fallecidos… dejando entrever, y enmarcando el poder que puede llegar a tener y la repercusión que puede ocasionar algo que, al fin y al cabo, existe sin existir. Una hermosa y breve historia donde toparnos de lleno con la incuestionable necesidad que tiene a veces el ser humano de depender de lo ilusorio para hacer frente a lo real.



“Así que Kellyanne no se levantaba de la cama. Dormía o sólo lloriqueaba. Es lo único que hacía. Se quedó tan delgada que parecía que no hubiera nadie debajo de la sábana.”


“Fui al Wild Dingo, e incluso al Reposo del Guerrero, donde beben los mineros más duros.

-Buenas. Soy Ashmol Williamson –decía-, y he venido para aclarar que papá no es un ladrón y que mi hermana está mala porque se le han perdido sus amigos imaginarios.”


“También encontré a ese chico que sabia tanto de Pobby y Dingan como yo. Dijo que Kellyanne no le caía muy bien, pero que Pobby y Dingan eran estupendos. Dijo que tenia un amigo imaginario mucho mejor que los de Kellyanne. Era un ornitorrinco ninja gigante y verde llamado Eric. Pero no hablaba con él.”


“¡DESAPARECIDOS! ¡AYUDA!

POBBY Y DINGAN, AMIGOS DE KELLYANNE WILLIAMSON

DESCRIPCIÓN: IMAGINARIOS, MUY CALLADOS

SE RECOMPENSARÁ A QUIEN LOS ENCUENTRE”


“Mi hermana sonrió débilmente. Un chico le preguntó:

-¿Pobby y Dingan hablan australiano?

-No –dijo mi hermana-, hablan inglés silenciosamente.”


“Incluso el dueño de Eric el ornitorrinco ninja afirmó que su amigo imaginario había encontrado a los amigos de mi hermana. Creía que los amigos imaginarios solo podían ser encontrados por otros amigos imaginarios. Fue el que lo hizo mejor. Pero, al final del día, Eric y su amigo salieron con el rabo entre las piernas. Kellyanne dijo que era imposible que Pobby y Dingan volvieran con un ornitorrinco gigante porque los ornitorrincos ninja gigantes no existen. Lo sabe todo el mundo.”


“Y luego cogí la bici y pedaleé de vuelta a casa bajo un cielo que todavía conservaba un fulgor de ópalo. Yo estaba más helado que lo más helado que nadie pueda imaginar.”


“Volvió a mirarme con aquellos ojos ribeteados de sombras. Yo no estaba demasiado convencido de que el hospital pudiera quitarle aquellas ojeras.”



Azhaag


1.13.2010

Cine: Corto "Alma", de Rodrigo Blaas

Porque lo establecido como una verdad absoluta a fuerza de repetirse mil veces en el acerbo popular jamás le he dado cabida en mi cabeza, uno de los aforismos más denostados por servidor viene a ser aquella frase que le susurra el eyaculador precoz a su amante insatisfecha: “Cariño, lo bueno, si breve, dos veces bueno…”. Encuentro del todo paupérrima la supuesta lógica que entraña este sinsentido. Es por ello que de los elaborados Haikus japoneses, o de los microrelatos más logrados, o de los versos cuya calidad es inversamente proporcional a su extensión, tiendo a valorar únicamente su compleja manufactura. Que pese a ser un parto breve y rápido en apariencia, su gestación es larga y compleja. Otra expresión artística breve y concisa en su anatomía son los cortos de cine. Pulidos como una piedra devuelta por el mar, completos como una duna siempre erosionada por el viento, eternos como el mejor de los instantes… pero joder, cortos, muy muy cortos.

























Este joya cinéfila, insisto, joya diminuta, de Rodrigo Blaas ha arrasado, siendo premiada en más de cinco ocasiones con los más variados y distinguidos premios. Una historia inquietante y poética, hermosa y macabra; no se la pierdan.




Alma from Rodrigo Blaas on Vimeo.




Azhaag