1.23.2011

Artículo: ¿Imposible?



“El guerrero es un explorador de toda posibilidad,

toda experiencia, todo itinerario…”
22 de Mayo del 2010


Ha sido una experiencia sin precedentes. Una vez alcanzada la meta, muy lejos de la mejor marca y el atleta más preparado, logré discernir el significado de la palabra victoria. La victoria quedaba lejos de cruzar el primero y aplacar la hiel del agotamiento físico más extremo con el aplauso de un público entregado a engalanar tu gesta. No estaba fuera, plasmada de forma tangible en los dígitos del reloj que, junto a la meta, cronometraban tu velocidad. No estaba claveteada en la pared como una hoja donde se registraba la posición lograda. La victoria yacía dentro, lejos de los espacio materiales, allende de lo físico. Así concebía yo una carrera minutos antes de empezarla. Como una muestra de poderío físico, de pulmones que abarcaban todo el oxígeno de los alrededores y de músculos de acero inquebrantables. Una vez alcanzado el momento, a la espera del pistoletazo de salida, tomé consciencia de mí mismo. El fantasma de la duda acudió al encuentro, esgrimiendo un pasado nada esperanzador. Había estado cuatro meses lesionado, impedido totalmente para correr más de 1 000 metros. Ahora la lesión parecía sanada, pero ese tiempo lejos de la carrera, sumado a la distancia que pretendía correr ahora, resonaban en mi mente intercalándose entre los latidos de mi corazón. Me agarré a lo único que le queda a un hombre cuando la realidad se muestra tan implacable: a la voluntad en si misma. Esta seria mi gran hazaña minimalista con la que me nutriría a cada paso dado. El prólogo de la historia afirmaba que detendría la marcha y volvería cabizbajo, así pues, yo escribiría un final sorprendente o juré desmayarme corriendo antes de detenerme. El disparo suena y mil almas se lanzan a la carrera. Un kilómetro recorrido, mi cuerpo aguanta. Los músculos se nutren del calor recibido como un lagarto tendido al sol. Dos kilómetros, todo va bien, vamos muchacho. Tres. Cuatro. Cinco, el sudor me enfría para aplacar la temperatura que bulle en mí. Llega el seis, y ocurre la magia, lo que no había experimentado hasta ahora en mi vida. El dolor comienza a hacer acto de presencia, no es el dolor conocido de la lesión, el tobillo va a las mil maravillas, es otra clase de tormento físico nacido del agotamiento. Se me clava en las entrañas como una daga, lacerándome desde los músculos abdominales hasta los pectorales y los hombros. Me digo que no le escuche, que siga corriendo… seis kilómetros y medio, y el dolor, ofendido al ser ignorado, grita con más rabia que nunca. Ahora lo han escuchado todos y cada uno de los músculos de mi anatomía. Y ocurre la revelación, a falta de un termino mejor yo lo definiría como “barrera del dolor”. Una sensación brutal e imperante. Irrumpe en forma de voz en la cabeza de uno, de convencimiento absoluto. Te dice que pares, que tu corazón va a estallar de un momento a otro, que tus pulmones se van a colapsar. Te dice que abandones, y suena tan tenaz y noble en sus intenciones que parece velar por tu bienestar. Dirías incluso que esta de tu parte. El caso es que si logras superar dicha barrera, o al menos así lo experimente yo, la voz enmudece y el dolor desaparece como si nunca hubiera existido. Las fuerzas parecen volver a arraigar en uno, y te sientes un dios todopoderoso. Sigues corriendo. Siete kilómetros, no paras. Continuas. Ocho, en tu mente vuelve a perfilarse otra barrera del dolor. Mas alta y robusta aun si cabe, vuelve a intentar aplacarte, llegado a este punto la fuerza ya no es física en absoluto. No es el fruto de las proteínas alimentando el músculo, ni de la combustión de carbohidratos para obtener energía. Lo físico se diluye como algo innecesario, y toma las riendas otra cosa. Mental podría ser el nombre del caballo si espiritual es el del jinete. No sabes lo qué es, pero te abandonas en cuerpo y alma a ello, y atraviesas destrozando de lleno esa nueva barrera del dolor. La haces añicos con la determinación, con el espíritu, con la mente, sin intervención de músculo alguno. Estos se han convertido en autómatas, en marionetas en manos de un maestro titiritero sumido en un movimiento constante y perfecto. Un paso, otro, otro, otro… nueve kilómetros, el dolor es solo una reminiscencia que te afanas en que se trague el olvido. Insisto, nada es físico llegado a este punto. Todo se vuelve mental. La línea de meta se dibuja en el horizonte y te sorprendes al comprobar que puedes apretar el paso sin caer desplomado al suelo. Cuatrocientos, trescientos, doscientos metros te separan del final, corres tan rápido como si acabases de empezar a trotar y traspasas la línea de meta. Te detienes y respiras, y gozas del oxigeno que te quema por dentro como si fuera la primera vez que paladeas el aire en este mundo. Como has dejado de moverte, el dolor, que dejaste kilómetros atrás, te da alcance y se ceba contigo. Vuelve a dolerte todo, pero ya te da lo mismo. Una realización total, balsámica, se abre paso entre las cicatrices horadadas por el sufrimiento, y vuelves a tomar consciencia del milagro, de nuevo, entre latido y latido, de cómo en la mente, en el epicentro de todo, se han engendrado dos pensamientos enfrentados, dos hermanos antagónicos, la convicción de lo imposible enfrentada a la certeza de que no hay nada que no puedas lograr. Y de que uno se halla en lo cierto siempre tanto si piensa que puede como que no. Has coronado la cima de este pensamiento y en ella te juras resistir a cualquier viento que intente derribarte, en ella construirás tu morada. Te marchas de la carrera demacrado y exhausto, pero infinitamente mas sabio y poderoso, pues eres plenamente consciente de la transmutación espiritual que has logrado valiéndote de la alquimia de lo físico.


Azhaag