Las bombas se oían aun a lo lejos, como las pisadas distantes de un gigante que se marcha, dejando tras su paso solo las humeantes ruinas de lo que horas antes era una hermosa ciudad rebosante de vida. Los habitantes yacían bajos los escombros de sus casas, sepultados por el odio del megalómano con ínfulas de dios, cuyo designio aquella mañana era arrasar cualquier atisbo de vida en aquel enclave que su dedo había señalado en el mapa como lugar estratégico y conveniente de bombardear nada más despuntar el sol. Solo tres vidas entre muchas salieron airosas de entre el escombro y la teja, tres criaturas inconexas que formaban sin embargo parte de aquel todo destruido. Instintivamente cada una de ellas buscó la compañía de las otras dos para sentirse más abrigada y a cubierto, como un banco de peces que se juntan para sentirse a salvo de cualquier dentellada. Los tres, aquél recio anciano, la pequeña de cabellos negros encanecidos por el polvo del bombardeo, y ese gato surgido de la nada, fueron a buscar consuelo de forma mutua en la compañía de los otros. El anciano, sin mediar palabra, asumió el rol del padre de aquella niña que entre lágrimas demandaba un abrazo, el felino, por su parte, se limitó a sentarse y a lamerse las heridas bajo los pies de ambos. Y en el silencio de aquella ciudad muerta, cada uno reflexionó cuanto alcanzaban a ver sus ojos. El anciano, sin dejar de abrazar a la niña, sintió la inquietud de experimentar esa sensación que solo se puede expresar en francés, el llamado dejavu, pues ya había vivido aquel día. Quizá fuese otra guerra, en otro lugar del mundo. Quizá fuese más joven, pero el cadáver de la ciudad arrasada, a sus ojos, era el mismo. Solo que treinta años más tarde, y de nuevo ahí estaba él para verlo. La naturaleza cíclica de las cosas, pensó. La niña, en cambio, apenas si quería ver, con el rostro apretado contra el pecho de aquella improvisada figura paterna, no entendía porque su ciudad se había venido abajo como un castillo de naipes. O porque todas las personas habían decidido ponerse a dormir al mismo tiempo, entre ellos su familia. Que pese a su insistencia, valiéndose de gritos y empujones, no lograba hacer que despertasen.
Sin embargo, el que más comprendía aquella situación era el menos capacitado para hablar sobre ella, aquel gato cubierta de heridas tenia la respuesta brillando en el iris de sus ojos. Para él, era un acto común propio de una especie aun por humanizar, no eran más que monos que habían descubierto una nueva forma de matar, una con lo que no se manchaban las manos tras pulsar el correspondiente botón que accionaba la magia de esos artilugios metálicos que caían desde los cielos como un castigo divino. El animal se lamió de nuevo la pata para que la saliva mitigara el dolor, y levantó la vista hacia aquellos dos humanos que, aun abrazados y llorosos, se lamentaban de ser personas.
Azhaag
8.24.2008
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1 comentario:
No hace mucho leía una frase que dice lo siguiente: "La guerra es el placer mas grande de los individuos enfermos de si mismos."
Como ya te comenté, está muy bien escrito tu relato, enahorabuena.
Un beso.
Hibris
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