¿Qué es nuestra imaginación comparada con la
de un niño que intenta hacer un ferrocarril con espárragos?
Jules Renard
Claudia es la hija de mi tío Jorge, mi prima más pequeña, la cual cumplió no hace mucho cinco años.
Es una niña adorable, como todos a esa edad, y le encanta dibujar. Cuando viene a mi casa, junto a mi tío Jorge y su hermano Raúl, ambos son mellizos, entretenerlos a los dos se convierte en una ardua tarea.
Raúl es un manojo de nervios, un chico de acción, que necesita que corras junto a él, que juegues con él a la pelota y que no pares ni un momento, en cambio, Claudia es toda una intelectual, y una artista en potencia, todo lo artista e intelectual que puede ser una criatura de cinco años. No para de dibujar, y lo hace con muchísimo más talento del que yo recuerdo tener a su edad.
A veces creo que realmente intuye mi dilema ante esta situación, en la cual, para poder jugar con ambos, debería o bien partirme por la mitad, o contentar a uno más que a otro.
Y parece que ella, con tal de que su hermano no arranque a llorar, le cede un poquito más de terreno, a la vez que se proclama ante mis ojos como la más “madura” del dúo.
Cuando consigo despistar a Raúl un momentín, corro hacia Claudia, la cual ya esta con el lápiz en la mano y la hoja ante ella.
Tiene una retentiva impresionante, es capaz de recordar imágenes en su cabeza para plasmarlas a continuación en la hoja de un modo más que fidedigno.
Aquella tarde de domingo ya me había dibujado una casita, con su frondoso árbol, su chimenea y sus ventanas, también me había hecho un gato negro, quien sabe si había tomado a Odín (mi gato, el cual estaba amodorrado en el sillón frente a ella) como modelo para reflejar con mayor exactitud su dibujo.
El caso es que opté por ir un paso más allá, por poner un poco más a prueba a aquella artista que me miraba expectante a que le sugiriese que pintar a continuación.
-Píntame un elefante, princesa ¿Sabes como son los elefantes? –le pregunté.
-Claro… -se apresuró a contestarme, y se puso manos a la obra.
Al momento Raúl ya me había encontrado y lo tenia colgado del cuello, exigiéndome volver a prestarle toda mi atención.
Deje a Claudia un rato, mientras jugaba con Raúl; transcurrido un tiempo considerable, me volví a escabullir de Raúl, el cual me había dicho muy serio, “pera primo, que me hago caca…”, los niños son así de contundentes y exentos de tacto para transmitirte este tipo de cosas, y volví al lado de mi prima a comprobar el avance de su dibujo.
Ya lo tenia esbozado a lápiz, y estaba ultimando un par de detalles, como una línea horizontal que cortaba la hoja, la cual valiéndose de la cera de color marrón convirtió en un suelo arenoso donde pudiera asentar sus gruesas y pesadas patas aquel elefante.
Lo observó atenta, y satisfecha con el resultado, dejó el lápiz en el estuche y se dispuso a darle color. Eligió la cera de color rosa, y yo protesté enseguida al ver sus claras intenciones de embadurnar de rosa a aquel elefante.
-Espera ¿vas a pintar de rosa el elefante?
-Si… -contestó.
-Los elefantes son grises, Claudia –le dije.
En su carita se dibujó una mueca de duda, como si quisiese recordar el color del paquidermo a fuerza de intentar verlo en imágenes mentales.
-¿Verdad que son grises? –le insistí al ver que dudaba.
-¿Y porqué no puede haber elefantes rosas? –la pregunta, hecha desde su inocencia y cargada de verdadera duda, me dejó mudo.
¿Por qué no puede haber elefantes rosas pastando libres en la sabana, si así es capaz de imaginarlos un niño? ¿Por qué han de ser solo grises?
¿Cómo es que un elefante no puede reír, como el que había dibujado Claudia, si mi prima al evocarlo en su imaginación le veía lucir una hermosa sonrisa?
Le di la razón, porque en verdad la tenía. Y aquel elefante nació siendo rosa y sonriente por serlo, cuando Claudia terminó su obra.
Como todos los dibujos que me ha hecho guardé a aquel elefante rosa entre mis libros, el lugar más seguro para protegerlos del tiempo. Y de vez en cuando me gusta abrir “Un dios solitario” de Agatha Christie, que es el libro elegido para custodiar este dibujo, y comprobar en los irregulares trazos de aquella figura imposible que lo real para un niño es aquello que puede llegar a imaginar, lo cual, después de ver a aquella criatura, se que va más allá de la concepción de un insulso elefante gris.
Azhaag
de un niño que intenta hacer un ferrocarril con espárragos?
Jules Renard
Claudia es la hija de mi tío Jorge, mi prima más pequeña, la cual cumplió no hace mucho cinco años.
Es una niña adorable, como todos a esa edad, y le encanta dibujar. Cuando viene a mi casa, junto a mi tío Jorge y su hermano Raúl, ambos son mellizos, entretenerlos a los dos se convierte en una ardua tarea.
Raúl es un manojo de nervios, un chico de acción, que necesita que corras junto a él, que juegues con él a la pelota y que no pares ni un momento, en cambio, Claudia es toda una intelectual, y una artista en potencia, todo lo artista e intelectual que puede ser una criatura de cinco años. No para de dibujar, y lo hace con muchísimo más talento del que yo recuerdo tener a su edad.
A veces creo que realmente intuye mi dilema ante esta situación, en la cual, para poder jugar con ambos, debería o bien partirme por la mitad, o contentar a uno más que a otro.
Y parece que ella, con tal de que su hermano no arranque a llorar, le cede un poquito más de terreno, a la vez que se proclama ante mis ojos como la más “madura” del dúo.
Cuando consigo despistar a Raúl un momentín, corro hacia Claudia, la cual ya esta con el lápiz en la mano y la hoja ante ella.
Tiene una retentiva impresionante, es capaz de recordar imágenes en su cabeza para plasmarlas a continuación en la hoja de un modo más que fidedigno.
Aquella tarde de domingo ya me había dibujado una casita, con su frondoso árbol, su chimenea y sus ventanas, también me había hecho un gato negro, quien sabe si había tomado a Odín (mi gato, el cual estaba amodorrado en el sillón frente a ella) como modelo para reflejar con mayor exactitud su dibujo.
El caso es que opté por ir un paso más allá, por poner un poco más a prueba a aquella artista que me miraba expectante a que le sugiriese que pintar a continuación.
-Píntame un elefante, princesa ¿Sabes como son los elefantes? –le pregunté.
-Claro… -se apresuró a contestarme, y se puso manos a la obra.
Al momento Raúl ya me había encontrado y lo tenia colgado del cuello, exigiéndome volver a prestarle toda mi atención.
Deje a Claudia un rato, mientras jugaba con Raúl; transcurrido un tiempo considerable, me volví a escabullir de Raúl, el cual me había dicho muy serio, “pera primo, que me hago caca…”, los niños son así de contundentes y exentos de tacto para transmitirte este tipo de cosas, y volví al lado de mi prima a comprobar el avance de su dibujo.
Ya lo tenia esbozado a lápiz, y estaba ultimando un par de detalles, como una línea horizontal que cortaba la hoja, la cual valiéndose de la cera de color marrón convirtió en un suelo arenoso donde pudiera asentar sus gruesas y pesadas patas aquel elefante.
Lo observó atenta, y satisfecha con el resultado, dejó el lápiz en el estuche y se dispuso a darle color. Eligió la cera de color rosa, y yo protesté enseguida al ver sus claras intenciones de embadurnar de rosa a aquel elefante.
-Espera ¿vas a pintar de rosa el elefante?
-Si… -contestó.
-Los elefantes son grises, Claudia –le dije.
En su carita se dibujó una mueca de duda, como si quisiese recordar el color del paquidermo a fuerza de intentar verlo en imágenes mentales.
-¿Verdad que son grises? –le insistí al ver que dudaba.
-¿Y porqué no puede haber elefantes rosas? –la pregunta, hecha desde su inocencia y cargada de verdadera duda, me dejó mudo.
¿Por qué no puede haber elefantes rosas pastando libres en la sabana, si así es capaz de imaginarlos un niño? ¿Por qué han de ser solo grises?
¿Cómo es que un elefante no puede reír, como el que había dibujado Claudia, si mi prima al evocarlo en su imaginación le veía lucir una hermosa sonrisa?
Le di la razón, porque en verdad la tenía. Y aquel elefante nació siendo rosa y sonriente por serlo, cuando Claudia terminó su obra.
Como todos los dibujos que me ha hecho guardé a aquel elefante rosa entre mis libros, el lugar más seguro para protegerlos del tiempo. Y de vez en cuando me gusta abrir “Un dios solitario” de Agatha Christie, que es el libro elegido para custodiar este dibujo, y comprobar en los irregulares trazos de aquella figura imposible que lo real para un niño es aquello que puede llegar a imaginar, lo cual, después de ver a aquella criatura, se que va más allá de la concepción de un insulso elefante gris.
Azhaag
1 comentario:
La inocencia de los niños es su mayor ventaja con respecto a los adultos.
Si tus libros ya son tesoros de por sí, con un dibujo de tu primi dentro valen lo que pesan en oro.
Cuando Claudia crezca, no te olvides de prestarle alguno de esos libros :D
"¿Porqué no puede haber elefantes rosas?"
Una entrada preciosa Rubén :)
Hibris
Publicar un comentario