8.30.2007

Articulo: Una canción sin nombre


Una canción sin nombre

“Como un mar, alrededor de la soleada isla de
la vida, la muerte canta noche y día su
canción sin fin.”

Tagore


El otro día me preguntaron acerca de ello, y por eso he comenzado a hacer memoria, intentando recordar como había llegado la melodía a mi cabeza.
Suelo tararearla muy a menudo, y en la mayoría de los casos, silbarla.
No se nada de ella, y sin embargo me gusta como suena.

-¿De donde es esa canción? –me preguntaron.

Y la verdad es que no supe responder, no se de donde era, si pertenecía a un todo, quizás a una película, o a alguna serie de televisión. Puede que tan solo fuera una canción sin más, de algún grupo para nada conocido, ya que nadie parecía haberla oído nunca. No tiene letra alguna y carece de un nombre. Pero siempre va conmigo, y tiendo a silbarla sin apenas darme cuenta.
A raíz de que me preguntaron de donde venia la canción, me esforcé en hacer memoria.
Al principio solo me vinieron imágenes inconexas a la cabeza, no tenían sentido alguno, hasta que poco a poco, fui completando el puzzle, y recordé el momento.

Me encontraba en una sala de espera, tremendamente blanca y pulcra. Estaba sentado en una silla, a mi lado, mi padre con el rostro cubierto por un periódico. Alguien pasa a mi lado y me roza sin querer con su ropa. Es blanca, al igual que la sala en la que espero.
Es un hombre que viste una bata ¿Un hospital?
Un pinchazo en el estomago, recuerdo eso. Llevaba doliéndome hacia tiempo, por eso estaba sentado esperando turno. Posiblemente después de esperar horas me metieron en una sala y tras examinarme una doctora de manos heladas, esta me dijera que solo era un dolor de estomago, los médicos son así de agudos.
El dolor hace que me encoja en el asiento, por lo que no puedo moverme demasiado. Como a todo crío, me aburre la espera. Me entretengo en observar a la chica de recepción, que habla con alguien por teléfono, al cabo de un instante se da cuenta de que la miro y me saca la lengua, yo aparto la vista rojo como un tomate y decido observar a otras personas, y en hacerlo mas discretamente.
Todas me parecen insulsas, sentadas como estatuas, sin gesticular lo más mínimo, excepto algún que otro mecánico parpadeo. Ninguna habla, tan solo esperan a oír su nombre por megafonía.

A mis espaldas surge una voz delicada, que sin embargo llena la silenciosa sala por completo. Una niña esta hablando con su muñeca, intentando convencer al pelele de trapo de que ya es hora de dormir. Es cuatro, o quizás cinco años menor que yo, la acompaña la que a todas luces es su madre, pues el azul de sus ojos lo ha heredado de aquella señora que permanece a su lado. Una de sus manitas esta cubierta por un vendaje, por lo demás, aquella niña es la más saludable de aquella sala llena de lloriqueos y desagradables carrasperas. Sigue hablando con su muñeca, con la convicción de que aquella tela rellena de algodón y con un par de vidriosos ojos de plástico, esta igual de viva que cualquier bebe que necesita que lo mezan entre los brazos antes de ser acunado. Siempre he admirado eso en los crios, en aquel momento no, seguramente, pero era la escena más curiosa de aquella aburrida sala, por lo que seguí observándola.
Su madre le pregunta qué si esta bien, y le toca la frente apartándole el cabello para comprobar si tiene fiebre. La llama por su nombre al hacerle la pregunta.
Aquel angelito se llamaba Eva.

Por megafonía suena un nombre, que tras aguardar un segundo compruebo que no es el mío. “Natalio Mendoza, sala once…Natalio Mendoza, sala once…”
En momentos como ese me alegro de llamarme como me llamo, y no compartir algún nombre similar al de aquel pobre crío que se dirige cabizbajo hacia la sala por donde van entrando, los que en teoría, tienen que estar mas malos que yo.
Prioridad, me dijo mi madre en una de mis primeras visitas a Urgencias, si alguien viene con muchísima fiebre y tú solo tienes un dolorcito en la barriga, tiene que pasar esa persona antes que tú, me aleccionaba mi madre aquella primera vez para comprender situaciones como esa. A todas luces, aquel crío tan feo como su nombre, nos engañó a todos aquella noche, pues no parecía que le doliese tanto como a mí.

Volví a mirar con disimulo a Eva y a su bebe de trapo. Lo había rodeado entre sus brazos con un cuidado digno de ser elogiado, y comenzó a mecer suavemente a la muñeca al son de una suave nana. Allí estaba el origen de la canción que desde entonces hago sonar en mis labios sin saber nada de ella.
La canta varias veces, pues no es muy larga. Y la aprendo al instante, se me queda en un rinconcito de mí, resonando como si se tratase de un eco.

“Rubén Martínez, sala 7… Rubén Martínez, sala 7…”, mi padre me coge del brazo y entro por las puertas mientras aquella niña sigue cantando aquella canción.
Al volver a casa, después de examinarme el medico y decirme una chorrada (“le ha debido de sentar algo mal…”) sonrío al comprobar que no la he olvidado, que soy capaz no solo de recordarla, sino de silbarla, y desde entonces, ahí sigue.
Presta a ser cantada sin importar la compañía o el lugar.

¿Qué como es la canción? Valiéndome nada más de letras para contar mi historia, solo puedo decirte que es lo suficientemente bonita como para no ser olvidada por aquel crío que la escuchó por primera vez una noche en Urgencias.
La he estando buscando mucho tiempo, pero solo la puedo oír cuando yo quiero escucharla.
Quizás algún día, en un futuro, quizás también llevando a mi hijo a Urgencias por un insistente dolor de barriga, me gire al oírla sin esperarla. Saliendo suavemente de una boca que no es la mía, y unos ojos azules me miren con complicidad al terminar yo de entonar la canción.

Azhaag

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como siempre debo alagar tus relatos... escribes muy bien. Este en concreto me trasmite mucha ternura.
Me encanta el final.

Por cierto...bien elegida la cita de Tagore. :)

Hibris