10.12.2009

Artículo: Me miró desde la otra orilla



“En un bosque se bifurcaron dos caminos y yo… yo tomé

el menos transitado. Eso marcó toda la diferencia.”

Robert Frost




Yo definiría la libertad como la capacidad de obrar sin necesidad de segundas opiniones. Seguiría definiéndola, entrando más aun en el terreno personal que yo le concedo a esta palabra, como la posibilidad de ir a donde uno quiera, cuando uno quiera, sin intervención de segundas personas. Por lo tanto, hoy en día, más que ganarte tu libertad, tienes que demostrar que eres digno de ella. Demostrar a ojos del examinador de tráfico que puedes valerte de un coche para ir a donde te plazca, y no dejar un reguero de transeúntes atropellados y coche abollados a tu paso. El pasado miércoles día cuatro de marzo, obtuve mi libertad. Se me dio en mi autoescuela un papelito en el que ponía con letras mayúsculas “Apto”, cuando a mis ojos realmente ponía “Libre”. Y con la euforia del que se sacude enojoso de las cadenas que lo aprisionan, pensé hacia donde encaminar mis pasos. La respuesta llegó por si sola al segundo de formular la pregunta. A Los Cahorros. Un parque natural bajo las faldas de la sierra, donde tantas veces me he sentido llenarme de vida a cada paso que he dado por sus valles y montañas. Es un lugar idóneo para alejarse de la urbe, para respirar aire puro y para perderse un rato. Con mi papelito que atestiguaba que era un conductor como verdadero salvoconducto en el bolsillo, y con una L en mis espaldas, partí hacia Los Cahorros. En la mochila llevaba el acostumbrado kit de supervivencia para desenvolverme por allí: suficiente avituallamiento para saciar mi desmesurada gula, una botella de agua, la cámara de fotos cargada y presta a inmortalizar cualquier cosa que pasase ante su lente, y las botas puestas y bien atadas. Me adentré con paso ligero en las espesuras y seguí el camino trazado que me llevaría hasta la fuente de las Chorreras, la cual yo había trazado como verdadera linde entre el parque civilizado, aquel por el cual paseaban guiris con calcetines y sandalias, y el resto de domingueros, del verdadero parque salvaje e indómito. Donde los caminos, más que encontrarlos, había que inventarlos sobre la marcha. A golpe de pisada. Era tal mi energía aquel día, que llegué a la fuente de las Chorreras en poco más de cuarenta minutos, cuando esta se encuentra a una hora de la entrada del parque. Aquel día no andaba; volaba. Parecía ir compitiendo con mi sombra por ver quien llegaba antes. Una vez alcanzada la fuente, paré a descansar y saciar mi apetito, y entre bocado y bocado, decidir hacia que nueva dirección iría. Hacia un día precioso, un cielo despejado y un sol funcionando a pleno rendimiento, lograban que picase incluso el calor. Las opciones eran las siguientes, seguir el curso del río hacia el valle, dirección Norte. Era un tramo por la cual ya había andado en muchas ocasiones, por lo que lo deseché enseguida. Aquel día quería perderme, y para lograr esto se precisa pisar tierra que los pies aun no han catado. Así que, enclavado en mitad de la fuente, opté por mirar hacia el Este. Montaña a través.



















Aquel día iba solo, o conmigo, como prefieran, el caso es que no tenía a nadie a mi lado que, mirando el lugar por el que tenía intención de subir, me dijera que estaba como una regadera. Que aquella ladera estaba demasiado empinada. Allí, como les digo, no escuché excusa alguna. Y sin más preocupación que la de no despeñarme ladera abajo, emprendí el ascenso. La cuesta era dura, el terreno era muy abrupto, lleno de piedras que al pisarlas cedían precipitándose hacia abajo, y la vegetación a la que poder agarrarse para no perder el equilibrio se te clavaba en las manos en forma de espinas. Aquello no me desalentó, y seguí subiendo. Tras haber andado ya un largo trecho, me percaté de que a lo lejos, en las ramas de un enorme roble, una cuantiosa bandada de pájaros levantaron el vuelo al unísono. Aquello, tras años de observar las señales de la naturaleza in situ, me indicaba que algo había asustado a la bandada. Alguna clase de animal, un ciervo, o puede que un jabalí. La espesura era aun densa para ver nada a lo lejos, así que seguí subiendo. Con algo más de cautela, no por miedo a encontrarme de cara con Bambi y sus inocentes intenciones, sino más bien por topar con Pumba y su acojónante par de colmillos. Agarré unas piedras del suelo, las cuales iba lanzado unas decenas de metros por delante hacia donde subía, para que en caso de que el supuesto jabalí que había asustado a la bandada de pájaros estuviera por allá, saliera por patas al oírme llegar. Por regla general, estos temen más al hombre que viceversa. Al subir hasta el roble, la ladera de la montaña perdió en vegetación y rocas, por que lo pude advertir que el animal que había asustado a los pájaros no eran más que dos cervatillos y su protectora madre, que me escudriñaba antes si quiera de haberla visto yo. Intenté agarrar la cama de fotos y retratarlos, pero estos volvieron a perderse montaña arriba antes de poder llevarme la cámara al rostro. Aquella persecución me entretuvo por espacio de media hora. Haciendo que disfrutara ante el gozo de jugar a darles caza a aquellas presas, cargando en la mano, en vez de una lanza que me procurara un bocado, una cámara de fotos que me diera una bonita y lograda instantánea. No hubo manera. Los cervatillos y su madre se detenían a lo lejos, y cuando yo paraba para recuperar algo de fuelle y echar la foto, volvían a perderse montana arriba. Me negué a intentar igualar el ritmo de ascensión de aquellos animales cuando sentí que el corazón me latía en el cuello y en las sienes, en lugar de en el pecho. Me senté encima de una roca para descansar, y esta, nada más posar el culo en ella, cedió y rodó montaña abajo. Me dio por reír a carcajadas al ver como mi improvisado asiento huía de mí sin intención de detenerse mientras bajaba pegando brincos por la inclinada ladera. Aun entre carcajadas vislumbre lo alto que me encontraba, ya ni siquiera lograba ver el río que había dejado abajo, y la cima de la montaña a mis espaldas, parecía estar al alcance de la mano. Cuando vista desde abajo, casi parecía arañar los cielos. Aquella visión me vigorizó, sintiéndome henchido de orgullo por mi proeza, la cual, yo ya la ponía junto a la del mismísimo Edmund Hillary. Aun entre risas en mitad de la nada en aquella ladera, alcancé a oír algo a mis espaldas ¿Habían vuelto los ciervos con ganas de seguir burlándose de mí? Agudicé el oído intentando escuchar más limpiamente aquel murmullo lejano. No tenia muy claro que era, pero tras haberme repuesto, y movido por la curiosidad, seguí avanzando montaña arriba, hacia aquel ruido. A cada nuevo paso dado el sonido era más claro… sonaba a agua. No al rumor del agua en su paso por el río, sino más bien al caer de agua desde una altura. Deseché la idea de que aquel sonido fuera el agua del río que había dejado abajo, desde esta altura era del todo imposible que llegara a mis oídos ¿Qué era aquel sonido entonces, allí, en mitad de la nada? Quizá no fuese agua, pensé. Quizá fuese otra cosa. El ánimo alegre con el cual había trotado minutos antes se desvaneció ante la inquietud que me producía no poder etiquetar aquel sonido. Seguro que les ha pasado en otras circunstancias. No es el sonido en sí lo que nos inquieta, sino más bien, oír dicho sonido en un lugar que no cuadra, del que no forma parte. Igual que oír una carcajada en mitad de un cementerio, o un grito desgarrador en el silencio de una biblioteca. Es la dicotomía tan dispar entre sonido y lugar la que hace que se le disparen a uno las alarmas. Me seguía sonando a agua, a agua cayendo desde una gran altura. Pero allí no podía llegar el río, volvía a argumentarme mi sentido común sin darme tregua. Me encontraba cientos de metros por encima del nivel del río, y que me aspen, que aquello sonaba a agua. Acelere el paso, haciendo que mis tropiezos se sucedieran con más regularidad. No hubo piedra que pisase en falso ni zarza en la que no metiera las manos, y por fin, llegué a arriba.

Agua. Era agua…


-Ya te lo estaba diciendo… -le espeté a mi ruborizada lógica.


Una fuente natural nacía de la pulida roca del barranco cayendo en una impresionante cascada de varios niveles, perdiéndose de nuevo bajo la montaña en un curso de aguas subterráneas. Aun entre jadeos, me regodeé en la hermosa visión que me mostraba mi error. Si que podía haber agua en la montaña, cenutrio, me volví a arremeter. Detesto equivocarme cuando se que llevo razón. Me puse a pensar en cuantas personas habrían llegado a disfrutar de la visión que yo contemplaba. Me volví para reparar una vez más en la pronunciada cuesta por la que me había dejado literalmente la piel subiendo. Aquel camino no lo había pisado nadie, por sentido común más que por convicción, nadie era tan masoquista como para sudar sangre subiendo por allá. Me dejé seducir por la idea de que lo mismo solo yo me había encontrado con aquel lugar casi sin pretenderlo. Fue entonces, casi a punto de proponerme hacer un mástil e izar una bandera con mis iniciales para dar a conocer que servidor había estado allí, cuando me percaté de que no estaba solo. Justo enfrente, en la otra ladera del barranco, en la orilla de aquella cascada, alguien me observaba sin moverse. Al igual que la extraña sensación de escuchar un sonido que no pertenece ni por asomo al lugar donde lo oyes, ver a una persona en un lugar donde te crees estar solo, es una sensación que te sacude hasta el tuétano. Apenas si la llegaba a ver entre la vegetación y la distancia, pero aquello era una silueta de una persona. No se movía en lo más mínimo; pero era alguien. Alguien que me había hecho bajar al puesto de segundón en coronar aquella cumbre. Parecía estar recostada, sentada o tumbada sobre algo. Y lo que me preocupó de veras es que, en los diez minutos que estuve allí observándola, no movió ni un dedo. Mi pierna derecha descansaba sobre un pesado losco que hacia equilibrios al filo de la sima, le propiné un empujón y la roca cayo hacia abajo. El estruendo que hizo en su recorrido hasta el agua de la cascada hubiera despertado a un comatoso, pero aquella persona, que presuponí dormida, seguía sin moverse.


-¡¡Holaaa!! –vociferé, siendo posiblemente el hola más fuerte con el que he saludado a alguien en mi vida. Pero aquella persona no reaccionaba ni a piedras ni a gritos.


No podía dar media vuelta e irme por donde había venido dejando a aquel pobre desgraciado allí. Así que me dispuse a bajar por la barranquera hasta el río. Como al llegar hasta a él, este se despertase bostezando y saludándome sin más, me juré ahogarlo en las aguas de aquella cascada por hacerme jugarme el tipo bajando aquel barranco para comprobar que estaba bien. El ruido que monté bajando por aquellos riscos fue cualquier cosa menos silencioso, y nada, aquella persona seguía quieta. Me puse en lo peor. Tal vez fuese un campista extraviado, o que había sufrido alguna clase de lesión, quedando impedido en aquel lugar en el culo del mundo. Me adelanté a mis propios pasos, y me veía llegando hasta la orilla y encontrarme con un cadáver con gorra, cantimplora, mochila y hediendo al perfume de la muerte. Les aseguro que no es un plato de buen gusto bajar haciendo de funambulista por una pendiente para comprobar si un total desconocido aun respira o ya se lo han empezado a comer los gusanos. Un suicida. Aquella otra posibilidad pasó por mi mente como un flash al recordar que se habían producido más de uno y más de dos casos de suicidios en la intimidad que ofrecen Los Cahorros. Recordaba claramente los titulares de prensa. Una chica ahorcada en un conocido olivo de la zona. Otro infeliz había optado por ser más creativo, atándose con cadenas al tronco de un árbol, darse un bañito con gasoil y quemarse a lo bonzo para acabar con su vida. Otro se arrojó desde el puente de la entrada al parque. Resoplé incomodado ante la idea de encontrarme yo ahora con alguien con un frasco de barbitúricos en la mano y una nota de desamor en la otra, explicando sus motivos para haberse ido hasta allí para morir. Cavilando entre estas posibilidades me resbalé una vez más, mi pie quedó suspendido en el aire y la caída hubiera sido de antología si mi mano no se hubiera asido de aquel manojo de zarzas. El grito al sentir hundirse los pinchos en mi piel rebotó por todo el barranco. Me paré a quitarme los pinchos mientras blasfemaba en arameo, cagándome en todos los santos cristianos y en todas las deidades del monte Olimpo. Pero mis gritos de dolor y rabia tampoco despertaron a aquella persona. Más le valía a aquel cabron o cabrona estar muerto cuando llegara abajo o no respondía de mí.



















Media hora tardé en alcanzar las aguas de la cascada, y cuando me disponía a cruzar con amplias zancadas las aguas para alcanzar la orilla donde estaba aquella persona, la expresión de mi rostro tuvo que ser un poema de poder haberla visto alguien. Anclado en el suelo, de un metro y medio de alto y sin piernas, había un muñeco de madera. Un jodido muñeco de madera con torso, brazos y cabeza que había tenido a bien acojonarme vivo ante la idea de toparme con un cadáver. Aquel hijo de puta con forma de tótem indio se tuvo que partir el pecho y esbozar una amplia sonrisa en su rostro sin rasgos al verme allí parado ante él.

Me reí a desgana por lo bajito, reventado, y sin ganas de hacerlo a lo grande, después de mi accidentado descenso. Y como antes con el trío de ciervos, la risa me duró un suspiro. Los músculos volvieron a tensarse, las manos a convertirse en puños cerrados y mis ojos a mirar cautelosos hacia todos lados al ser plenamente consciente de lo absurdo de la situación. Un muñeco de madera…de acuerdo… ¿Qué hacia allí un muñeco de madera? Me despojé de la mochila y de mi calzado, por temor a caerme a las aguas con ellos, y remangándome el vaquero hasta las rodillas, crucé el río. Me contuve las ganas de desarmar aquel golem hecho con ramitas de una patada en el pecho, y me acerqué hasta él para examinarlo más de cerca. Su anatomía la conformaban ramitas de madera, y estaba trenzado con alambre para darle forma tanto al torso como a la cabeza y las extremidades. Mi curiosidad no me dejaba pensar con claridad, una batería de preguntas resonaban en mi cabeza clamando respuestas. Así que opté por empezar a contestarlas una por una ¿Era aquel muñeco alguna suerte de diana? Desde luego estaba intacto, sin orificios de ninguna clase. Fue al examinar el torso en busca de agujeros de proyectiles o flechas cuando reparé en el orificio que tenia. Un orificio del tamaño de un puño tapado por una impoluta piedra blanca. Bajo esta parecía haber un papel cuidadosamente doblado ¿Qué diablos era aquello? Quité la piedra con la cautela con la que procedería un artificiero, como si aquel autómata de madera fuese a reventar por los aires al levantar yo la roca. Empecé a desdoblar la hoja, la cual era unas cinco veces mayor que un folio normal. Un escalofrió subió desde mis pies mojados hasta la misma nuca al leer en la hoja, escrito con letras mayúsculas, el nombre de Lucia. Instintivamente retrocedí unos pasos de aquel muñeco, y la planta desnuda de mi pie pisó algo que hizo que lo levantara a causa del dolor. Era una piedra hincada en el barro, junto a esta, separada por unos treinta centímetros, había otras que conformaban un círculo alrededor del muñeco. No había reparado en ellas al llegar hasta la orilla, el muñeco de madera había acaparado toda mi atención. Eran un total de dos círculos concéntricos cercando al muñeco ¿Qué es lo que estaba pisando? ¿Qué era aquel muñeco? Una diana no, desde luego. Ni tampoco un entretenimiento casual. Volví a doblar el papel y lo dejé bajo la piedra, para salirme de aquellos círculos intentando pensar con claridad. Como si dentro de ellos mi pensamiento se enturbiase. Anduve alrededor del muñeco examinándolo. Saltaba a la vista que todo aquello era alguna clase de conjuro chapucero de amor, alguna especie de misa negra con la que alguien esperaba lograr el amor, la protección o la muerte de la tal Lucia. No eran más que divagaciones pero, ¿que quieren? Estaba descalzo en mitad de la montaña, con un muñeco de madera con un papel en las entrañas con un nombre escrito, y unos círculos dibujados con guijarros. Allí la razon brillaba por su ausencia, y a mis oídos mi argumento seguía convenciéndome. Me acerqué de nuevo al muñeco y lo levanté ligeramente para sopesarlo. Tras años de levantar pesas en forma de hierros se me da bien calcular pesos, aquella cosa pesaba alrededor de unos doce kilos. Estaba nervioso, no lo negare. Y más aun cuando escuché rodar piedras por el sitio por el cual yo había descendido minutos antes. El sonido de estas cayendo me dejaron sumido en una especie de trance, fue solo cuando llegaron al río y cayeron dentro del agua cuando reaccioné. Corrí hasta la orilla y alcé la vista hacia arriba esperando ver a alguien. Quizá al artesano enfermo que había hecho el muñeco que tenia a mis espaldas. Allí no había nadie, no caigan ustedes también en la paranoia producida por esta situación. Las piedras debieron deslizarse poco a poco tras mi paso y acabar por ceder, nada más. Céntrate, capullo, me ordené tajantemente. Volví a recuperar mi óptica pragmática ante aquel muñeco que no me perdía de vista. La escena era simple: un muñeco de unos doce kilos, hecho con madera y alambre. Clavado al suelo con una estaca. Con un agujero en el pecho y, dentro de este, un papel con el nombre de Lucia. Alrededor del muñeco dos círculos hechos con piedra. Brujería, era la respuesta que yo mismo me daba. Alguien ha cogido, se ha venido a este sitio alejado de todo, y con la paciencia de aquel para el cual el tiempo ha perdido significado, se ha puesto a elaborar un muñeco de madera. Era virtualmente imposible cargar un muñeco de madera de doce kilos por aquellas cumbres. Lo habían hecho in situ. Luego, habría dado paso a sabe dios que clase de ritual y… otra piedra cayó por el barranco hasta llegar al río. Volví a asomarme, intentando adivinar alguna silueta que me acechara desde los arbustos de arriba. Estas solo, muchacho. Cálmate. Hay un momento en el cual uno dilucida que ser valiente no implica quedarse a dormir entre los dientes del lobo, así que volví hasta la otra orilla del río, donde aguardaban mi mochila y mis botas. Me calcé, mientras seguía escuchando piedrecitas caer por la cuesta, y me cargué la mochila al hombro dispuesto a irme. No sin antes agarrar la cámara de fotos y retratar aquella escena. Sonríe amigo, flash, flash.





































Me marché de aquel lugar con la angustiosa sensación de sentirme perseguido en la lejanía. Más de una vez, durante el descenso de vuelta a la fuente de las Chorreras, me paré y giré sobre mis talones, para no encontrar más que árboles y rocas que dudo mucho que me estuvieran siguiendo con aviesas intenciones. No dejé ni por un segundo en pensar en lo que había visto. Mi cabeza pugnaba con la ignorancia por intentar ponerle un rostro a aquella anónima Lucia. Me la imaginé hermosa a rabiar. Poseedora de esas bellezas que causan admiración allá por donde van. De esas que dan que hablar, de las que sirven de referente para juzgar si tal o cual mujer es igual o menos bella que Lucia, jamás más que ella. Y luego me imaginé a un muchacho, siempre en la sombra, tímido hasta para regurgitar un buenos días. Enamorado febrilmente de la estampa de aquella diosa llamada Lucia a la cual temía acercarse por miedo a ser engullido por su mirada. Me lo imaginé pateándose aquellas laderas por las que yo había ascendido, movido por el deseo de un imposible. Pertrechado con herramientas para llevar a cabo su obra. Lo vi durante horas hacer su muñeco, doblar con un cuidado reverencial aquella hoja e insertarla en el pecho de su particular criatura. Llevar a cabo su ritual, y alejarse de allí, de nuevo, a esperar desde la penumbra a que su Lucia quedara presa bajo el embrujo de su sortilegio. Vaticiné que la magia de aquel muñeco no seria la que él esperaba, que Lucia seguramente encontrase a otro caballero de brillante armadura, con moto y sin granos en la cara, al que querer y llamar suyo. Y que no seria él. Aquí las opciones se bifurcaban, dándome donde elegir. Una era que la mente fanática y oxidada de este joven lo llevaría a cometer alguna locura, una mayor que hacer inofensivos muñequitos de madera llenos de ilusión. Una donde lo veía con las manos llenas de la sangre de la persona que decía amar. La otra era que, movido por la pena más absoluta, volviera a Los Cahorros para acabar con su vida. Resignado a vivir si no era con la tal Lucia. Esperando que no fuera ninguna de las dos opciones la elegida por este singular brujo amateur, pero que puestos a elegir una, le diera por quitarse la vida movido por su fanatismo en lugar de arrebatársela a una joven cuyo único crimen había sido ser dolorosamente bella. Y que ya puestos a pedir, no le diera por suicidarse en mitad de los caminos por los que yo eligiese en un futuro vagar. Su obra me había dejado mal sabor de boca, y desde luego, el hallazgo de su cadáver no lo iba a subsanar. Esa misma noche, ya en mi casa, seguí pensando en ello. Con la necesidad imperiosa de querer conocer el final de aquella historia, de aquel enamorado Chamán que se cobijaba en las sombras para observar a su musa, la bella y perfecta Lucia. Necesitaba saber el final de la historia, pero me he tenido que contentar con escribirla valiéndome solo del comienzo que conozco, ya que el prologo que leí de este siniestro relato, en este preciso instante, aun permanece anclado en mitad de una montaña, solo, mirando al vacío en la noche, y con el nombre de Lucia palpitando en su pecho.




Azhaag



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es genial. Enserio. Pero más sorprendente es aún que te pasen esas cosas. Si no llega a ser por las fotos, hubiese pensado que era una trola. Sea como sea, si lo es, me ha encantado leerla. Intriga y ciertas dosis de comedia (después de todo, los locos que suben montañas buscando una muerte segura siempre me acaban fascinando. Sí, lo reconozco: He visto más de doce emisiones de "El último superviviente").

De todas formas, si todo eso te pasó en marzo, no deberías haber esperado hasta ahora para publicarlo en el blog. Con lo que nos aburrimos tus lectores...

Sigue así, pero intenta no retar en exceso a la muerte en tus ratos libres . La integridad física es algo que nunca se sobreestima lo suficiente.

Ánimo.
:)

Azhaag dijo...

Gracias por tu comentario. Normalmente me gusta trabajar los relatos con más atención que los artículos, estos los veo más bien como una forma de no oxidarme, de mantener la forma y el estilo a la hora de escribir. Es por ello que estos son muy numerosos, y quedan relegados a un segundo plano. Pero este se salva del olvido principalmente por lo original de la historia.

En cuanto a lo de retar a la muerte… solo es andar. Llevo años perdiéndome por aquellos montes, me siento cómodo y seguro deambulando por allí. Pero si, lo mismo un día un resbalón tonto se convierte en uno con tintes dramáticos, es un riesgo que siempre esta presente. Pero vivir es lo más peligroso que tiene la vida, así que creo que merece la pena, con resbalones o sin ellos.

De nuevo gracias por tu comentario.

Un saludo.

Azhaag

Hibris. dijo...

Como me gusta esta historia :), me resultan de lo más intrigantes este tipo de cosas. ¿Brujería? ¿Superstición? ¿O quizá una persona aburrida en busca de entreteninmiento? Sea lo que fuere, las fotos resultan de lo más atrayentes y tu relato de los hechos es genial.

Un beso,

Laura