4.03.2007

Relato: Irene Adler



Irene Adler

La cantidad ingente en el vagón del tren hacia pensar que se había superado en mas de dos y de tres el aforo máximo que este tenia estipulado. Caras contra caras que no se conocían de nada y sin embargo cada una de ellas invadía el espacio vital de la otra, personas emparedadas entre un par de espaldas y el vidrio de las ventanas. Quien tenía la fortuna de portar un periódico u otra revista, improvisaba un muro de letra impresa entre el y los demás, y los que estaban de pie miraban recelosos a aquellos que habían logrado un asiento.

Como aquel caballero, con corte de pelo recién estrenado de la barbería al igual que el perfectamente dibujado bigote, que movía con ligeros soplidos al leer algún párrafo ocurrente del libro que sostenía con ambas manos.

La niña emergió ante el como una sirena cuando el caballero bajo las gastadas tapas de la novela que leía.

De largos bucles rubios y con una mirada impropia en una niña, con demasiada dosis de inteligencia nadando en el verde de su iris.

-Buenas tardes caballero… me llamo Irene Adler ¿Cuál es su nombre? –dijo la niña.

-Me llamo Sebastián, mucho gusto jovencita. –le dijo sonriendo muy educadamente el caballero, creyendo dar por finalizado este encuentro.

Volvió a subir el libro entre el y la niña, sin embargo no pudo volver a retomar la lectura como antes, sentía ese par de esmeraldas aguijonearlo desde el otro lado. El libro volvió a bajar y efectivamente allí seguía aquella niña.

-Mi madre insistía en que no se debe hablar con desconocidos, por eso le he preguntado su nombre y le he dicho el mió, así, supongo que dejamos de serlo ¿No cree? –la niña lo arañaba con la mirada, consiguiendo poner nervioso al hombre que había dejado el libro sobre su maletín, renunciando a terminar el capitulo quince antes de llegar a su estación.
Fue a decir algo, pero la niña prosiguió.

-¿En que parada se baja usted, Sebastián?

-En la siguiente parada, en Gaarder. –le contesto.

-Yo no estoy muy segura de en que parada he de bajar, les he preguntado a un par de caballeros y aquella señora, –dijo señalándola muy sutilmente con la cabeza – pero me temo que ninguno es ni la mitad de amable que usted. –concluyo mientras ablusaba su vestido.

-¿Viajas sola? –pregunto extrañado el caballero.

-Si, me dirijo a Jostein, al funeral de mi madre…-contesto mirando fijamente a los ojos al hombre.

-Vaya… lo siento mucho. –dijo.

-No se preocupe, ahora están todos juntos.
Mama esta junto a Papa y mi hermanito, se que estarán bien, pero me resulta triste ¿Sabe? Sobre todo el pensar si no será algo malo el echo de que no me quiero reunir con ellos… aun no. ¿Cree usted que es algo reprochable, Sebastián? –el caballero no sabia precisar en que momento de la frase abrió la boca en una mueca de pena y asombro.

-No claro que no, pequeña… claro que no. –alcanzo a decir. –Y dime ¿Con quien vives ahora? ¿Un pariente quizás? –le pregunto muy inquieto y visiblemente emocionado a la niña.

-No, estoy sola… al enfermar mi madre me internaron en un orfelinato, ha sido a través de la correspondencia cuando me he enterado de que mi madre había fallecido. Las monjas no me dejaban salir, me decían que para ver a mi madre bastaba con cerrar los ojos y verla en mi corazón.
Yo no lo creo, así que me escape de allí… prefiero verla, aunque sea una ultima vez, con los ojos abiertos. ¿No cree, Sebastián? –le contesto la niña.

El hombre se quedo de piedra ante la firmeza de aquel pequeño mártir de dorados bucles, y sintió como resbalan un par de lágrimas por sus mejillas.
Fue a decirle algo, quizás unas palabras de aliento, quizás de nuevo otro inservible “lo siento mucho”, fueran cuales fueran las palabras, estas se vieron engullidas por la sirena del tren, que anunciaba que habían llegado a la próxima parada.

-Es su parada Sebastián. Ha sido un placer hablar con usted. –le dijo la niña gentilmente y se marcho a través de la marea de personas que arrastraba al hombre hacia la salida, aun con las lagrimas secas en sus mejillas y un nudo en la garganta.

La niña cruzo un par de vagones, hasta llegar a una serie de camarotes para aquellos que podían costearse el hacer más cómodo su viaje en tren.
Se detuvo ante el siete, abrió la puerta y entro.
En el había una mujer que descansaba dormida sobre el hombro del que parecía su marido, el cual también reposaba dormido. Y al otro lado, en el banco de enfrente, un niño que la miraba fijamente.

-¿Dónde has estado Irene? Estaba a punto de despertar a mama y a papa, al ver que no regresabas… -le dijo el niño mientras Irene se sentaba a su lado y le peinaba bien el flequillo.

-Estaba dando una vuelta por los vagones, tampoco he tardado tanto. –le dijo regalándole una sonrisa.

El niño tenía a su lado un montón de cáscaras de nueces, que comía para matar el tiempo, e intentaba partir otra con las manos desnudas.

-¿Quieres una, Irene? –dijo, mientras intentaba quebrar la cáscara.

La cáscara se rompió con un onomatopéyico “crash” y el niño le ofreció la nuez a Irene.

-¿Has visto que fuerte soy? –dijo, lleno de orgullo y aun con la cara roja por el esfuerzo.

-Yo lo soy mucho mas, acabo de hacer llorar a un hombre. –le contesto a su hermano con un sonrisa maliciosa que el pequeño no entendió, y volvió a peinarle el flequillo.

Azhaag

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sencillamente es uno de tus mejores relatos, te felicito sinceramente, pero no acabes de creertelo :P. Genial Ruben el imsonio te inspira ;)

Anónimo dijo...

Fantástico Rubén. :D

Un beso.

Hibris

sinnombre dijo...

>_< -> :D