“Creó la tierra y el cielo, la luz y el anochecer,
el agua del arroyuelo, y para mí corto entender,
creó al hombre primero y del hombre la mujer.”
“Va por ella”, de Ecos del Rocío.
Hoy quisiera hablaros de ellas, las mujeres por excelencia. “La costilla de Adán” según la farragosa Biblia, “la mitad del cielo”, para los árabes. O lo mejor del hombre, según el poeta Lope de Vega.
Son muchas y a la vez la misma. Son la madre que te brinda su apoyo como nadie lo hará jamás, la que esta contigo para auparte y protegerte cuando niño, la que aun te sigue mirando con dulzura desde el sillón mientras veis la televisión. Son tu hija, lo más bonito que has visto nunca, te dices, mientras ves como tu mujer la abraza por primera vez tras darla a luz. Son la esposa o la novia en la cual te amparas del mundo bajo la protección de su sonrisa.
Suelen ser el mejor motivo por el cual dar la vida. Los escritores lo han visto así desde siempre, basta con desempolvar los viejos clásicos para darse cuenta de que su presencia ha marcado al hombre de ayer y de hoy.
El extraviado Ulises evocaba el recuerdo de su amada Penélope para seguir con vida pese a los tormentos que le infringieron los dioses. Fue por la bella Helena por la que Troya ardió. No fueron las lanzas ni el dañino filo de mil espadas las que doblegaron a Sansón, sino el suave tacto de las caricias de Dalila. Sherezade burló a la muerte mirando a los ojos al rey Shahriar, mientras noche tras noche, endulzaba el oído del rey con sus historias.
Como lector insaciable, alcancé a ver desde joven la fascinación que encerraba la figura de la mujer en la literatura, y de muchas de ellas me enamoré entre página y página.
Algunas de ellas eran etéreas, casi insustanciales. Apenas un nombre entre tanta palabra escrita.
Tras leer decenas de veces el poema de Edgar Allan Poe, “El cuervo”, comprendí la pena y el llanto de aquel pobre infeliz, que sentado en su sillón, recibió una noche la visita de una criatura alada. Una que se posó sobre el busto de Palas Atenea para recordarle que nunca más volvería a ver a su querida Leonor.
Me recuesto un poco sobre la silla y miro hacia una de mis estanterías, allí, en un huequecito, se encuentra un libro, y en sus paginas yace otra gran mujer a la que amar con locura. Una por la que el príncipe de la noche, el vampiro por excelencia, el Conde Drácula, renunció a la eternidad por la vaga esperanza de una vida mortal junto a ella. Nina Harker, nacida de la pluma de Bran Stoker.
Si paseamos por mi tierra, Andalucía, en concreto por Sevilla, Bécquer nos jurara que un par de ojos verdes bastan para caer en el abismo, así lo demuestra en una de sus conocidas “Leyendas”.
Y es que son lo más grande que un hombre puede tener al lado, recordemos sino lo que la criatura del profesor Víctor Frankestein le exigió a su creador. Una mujer con la que perderse y esconderse del mundo. Hasta el monstruo de la escritora Mary Shelley responde con suplicas a la necesidad imperiosa de merecer vivir junto a una mujer. Una compañera, no necesitaba más para vivir por siempre alejado de todo.
Naveguemos por las páginas de otro gran libro. Los relatos que nos cuentan las aventuras de una de las mas brillantes mentes de la literatura, estoy hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle, el detective Sherlock Holmes. La mente analítica, perfecta, el ojo entrenado, capaz de saberlo todo con un leve vistazo. El detective que se sacudía enojoso de las emociones humanas, incluida el amor, pero que sin embargo se vio impresionado ante la imponente presencia de la que más adelante calificaría como, “la mujer”. Aparece fugazmente en su relato “Escándalo en Bohemia”, la enigmática Irene Adler. Capaz de superar el ingenio del mismísimo Holmes, y por ello, con el alto concepto que el detective tiene de si mismo, dejarlo abrumado.
Da igual la historia que leas, o quien la escriba, ella siempre esta presente.
Mil nombres, mil rostros, mil amores, pero en el fondo es ella. En sus abrazos se esconde el mejor lecho, en sus besos se halla la mayor conquista, en sus gestos se entrevé la obra de un creador, de un artista inspirado.
Ella quizás se encuentre en el asiento de al lado del autobús en el que viajas de regreso a casa. En un tropiezo ocasional al volver una esquina. Quizás en la siguiente pagina.
Azhaag
el agua del arroyuelo, y para mí corto entender,
creó al hombre primero y del hombre la mujer.”
“Va por ella”, de Ecos del Rocío.
Hoy quisiera hablaros de ellas, las mujeres por excelencia. “La costilla de Adán” según la farragosa Biblia, “la mitad del cielo”, para los árabes. O lo mejor del hombre, según el poeta Lope de Vega.
Son muchas y a la vez la misma. Son la madre que te brinda su apoyo como nadie lo hará jamás, la que esta contigo para auparte y protegerte cuando niño, la que aun te sigue mirando con dulzura desde el sillón mientras veis la televisión. Son tu hija, lo más bonito que has visto nunca, te dices, mientras ves como tu mujer la abraza por primera vez tras darla a luz. Son la esposa o la novia en la cual te amparas del mundo bajo la protección de su sonrisa.
Suelen ser el mejor motivo por el cual dar la vida. Los escritores lo han visto así desde siempre, basta con desempolvar los viejos clásicos para darse cuenta de que su presencia ha marcado al hombre de ayer y de hoy.
El extraviado Ulises evocaba el recuerdo de su amada Penélope para seguir con vida pese a los tormentos que le infringieron los dioses. Fue por la bella Helena por la que Troya ardió. No fueron las lanzas ni el dañino filo de mil espadas las que doblegaron a Sansón, sino el suave tacto de las caricias de Dalila. Sherezade burló a la muerte mirando a los ojos al rey Shahriar, mientras noche tras noche, endulzaba el oído del rey con sus historias.
Como lector insaciable, alcancé a ver desde joven la fascinación que encerraba la figura de la mujer en la literatura, y de muchas de ellas me enamoré entre página y página.
Algunas de ellas eran etéreas, casi insustanciales. Apenas un nombre entre tanta palabra escrita.
Tras leer decenas de veces el poema de Edgar Allan Poe, “El cuervo”, comprendí la pena y el llanto de aquel pobre infeliz, que sentado en su sillón, recibió una noche la visita de una criatura alada. Una que se posó sobre el busto de Palas Atenea para recordarle que nunca más volvería a ver a su querida Leonor.
Me recuesto un poco sobre la silla y miro hacia una de mis estanterías, allí, en un huequecito, se encuentra un libro, y en sus paginas yace otra gran mujer a la que amar con locura. Una por la que el príncipe de la noche, el vampiro por excelencia, el Conde Drácula, renunció a la eternidad por la vaga esperanza de una vida mortal junto a ella. Nina Harker, nacida de la pluma de Bran Stoker.
Si paseamos por mi tierra, Andalucía, en concreto por Sevilla, Bécquer nos jurara que un par de ojos verdes bastan para caer en el abismo, así lo demuestra en una de sus conocidas “Leyendas”.
Y es que son lo más grande que un hombre puede tener al lado, recordemos sino lo que la criatura del profesor Víctor Frankestein le exigió a su creador. Una mujer con la que perderse y esconderse del mundo. Hasta el monstruo de la escritora Mary Shelley responde con suplicas a la necesidad imperiosa de merecer vivir junto a una mujer. Una compañera, no necesitaba más para vivir por siempre alejado de todo.
Naveguemos por las páginas de otro gran libro. Los relatos que nos cuentan las aventuras de una de las mas brillantes mentes de la literatura, estoy hablando de la creación de sir Arthur Conan Doyle, el detective Sherlock Holmes. La mente analítica, perfecta, el ojo entrenado, capaz de saberlo todo con un leve vistazo. El detective que se sacudía enojoso de las emociones humanas, incluida el amor, pero que sin embargo se vio impresionado ante la imponente presencia de la que más adelante calificaría como, “la mujer”. Aparece fugazmente en su relato “Escándalo en Bohemia”, la enigmática Irene Adler. Capaz de superar el ingenio del mismísimo Holmes, y por ello, con el alto concepto que el detective tiene de si mismo, dejarlo abrumado.
Da igual la historia que leas, o quien la escriba, ella siempre esta presente.
Mil nombres, mil rostros, mil amores, pero en el fondo es ella. En sus abrazos se esconde el mejor lecho, en sus besos se halla la mayor conquista, en sus gestos se entrevé la obra de un creador, de un artista inspirado.
Ella quizás se encuentre en el asiento de al lado del autobús en el que viajas de regreso a casa. En un tropiezo ocasional al volver una esquina. Quizás en la siguiente pagina.
Azhaag
1 comentario:
Muy muy bueno. Me ha embelesado tu escrito :) cada vez lo haces mejor.
Hibris
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