7.09.2007

Relato: A la sombra del roble

A la sombra del roble

“Por todo aquello que debimos pensar, y no pensamos.
Por todo aquello que debimos decir, y no dijimos.
Por todo aquello que debimos hacer, y no hicimos.”




Minutos antes de llegar a su cita diaria con ella repasaba mentalmente sus frases, como si fuese un actor de teatro nervioso antes de dar comienzo la obra. Ensayaba su saludo y su despedida, calculaba cuando seria el momento justo, el acertado, en el que una vez más le declararía su amor, en el cual le diría que la amaba con todo su ser. Mientras se dirigía a la cita no paraba de mirar su reflejo en las cristalinas aguas del río, comprobando que su aspecto era el correcto, se aclaraba la voz para que esta no se quebrara en el momento en que más necesitaría de ella, y limpiaba las hojas de las rosas que siempre le regalaba. Pero sabía perfectamente que cuando estuviese ante ella seria incapaz de aguantarle la mirada, su voz no seria más que apenas un audible murmullo, y se sentiría el hombre más pequeño de la creación en su presencia. Tal era su hechizo.

Ella lo esperaba siempre en el mismo lugar, bajo la sombra perpetua que brindaba aquel enorme roble.

Al llegar ante ella, él le sonrió.

-Ayer durante la madrugada me puse a pensar que en todas las ocasiones en las que he rozado la felicidad han sido a tu lado. No quiero estar solo, amor mío, pero no quiero otra compañía que no sea la tuya. Te quiero.

Ella siempre se mantenía en silencio, limitándose a contemplar a aquel hombre, que gustoso, daría su vida por ella. Jamás le contestaba, tan solo lo miraba en silencio.

-Una palabra, amor mío. Solo te pido una palabra –le rogó.

A lo lejos se oían las aguas del río, entre las ramas del roble algún pájaro cantaba y un suave viento mecía perezosamente las hojas del árbol, pero aquel día, como los días anteriores, no se oyó la voz de la joven.

-Vendré mañana ¿de acuerdo? Te quiero – el hombre se despidió y como tantas otras veces bajo la colina para volver a subirla al día siguiente.
A cada paso que descendía hacia el valle, de vuelta a ningún sitio, maldecía su vida y su cobardía. Hacia años que había dejado de odiar a Dios, pues comprendió que solo él era el responsable de las lagrimas que le quemaban las mejillas. Hubiera bastado un instante de valor, una palabra. Pero ahora es ya demasiado tarde…

Aguardando bajo la sombra perpetua de aquel roble, ella siempre lo ve marcharse desde su lapida.

Requiescat in pace…


Azhaag

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien escrito, muy bien creado el ambiente, muy bueno el mensaje que transmite.

Uno de los mejores relatos que he leído, me encanta Rubén.

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